lunes, 19 de diciembre de 2011

Organismos de derechos humanos en la plaza asediada . “Es un jueves muy triste” - Por Victoria Ginzberg


Publicada en Página 12. Diciembre de 2001

¿Querés limón?, ofreció Tati Almeyda, de Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora. Era su arma contra los gases lacrimógenos. A las tres y media las Madres iniciaron la ronda, como todos los jueves. Pero, obviamente, no fue como siempre. “Es un jueves muy triste, venimos a pedir que no haya represión”, decía Laura Conte mientras caminaba del brazo del Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel y el fiscal de Bahía Blanca Hugo Omar Cañón. Los miembros de los organismos de derechos humanos que habían logrado traspasar las vallas se empeñaban en continuar con la simbólica protesta, pero después de una corrida sobre Avenida de Mayo, la Policía Federal apuntó las pistolas lanzagases hacia la plaza. Las Madres se cubrieron la cara como pudieron y abandonaron el lugar.

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Crónica de una violenta represión que duró todo el día - La batalla de Plaza de Mayo - Cristian Alarcón

Publicada en Página 12. Diciembre de 2001

Eran jóvenes, mujeres con chicos, familias, empleados de saco y corbata. La policía a caballo los desalojó con una violencia inusitada, pero una y otra vez volvieron. Hubo cinco muertos en una represión que no sólo usó gases, sino balas 9 milímetros. Crónica de un día en que la guerra llegó a la plaza.

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lunes, 31 de octubre de 2011

Las voces de todos los muertos - Daniela Rea


Publicado en Cosecha Roja www.cosecharoja.fnpi.org


El pequeño Francisco lleva cinco horas esperando con el retrato de su padre. Es casi de su tamaño. Lo carga con ambas manos. A sus espaldas los vecinos levantan letreros escritos a mano: “no más muertos”, “no más fosas clandestinas”, “no más desapariciones”. Los agravios del país desbordan el camino. El último sol hace sombra en las montañas de roca.

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martes, 18 de octubre de 2011

Si no se muere a los veinte minutos, no se muere más - Malvina Liberatore

Foto: Alejo Santander

Tiffany De la Cruz no quiere dejar pasar más tiempo, quiere hacerlo ya. Se viene la Copa América, tiene que estar linda para los clientes; van a venir nuevos, van a pagar más. Quiere hacer esto de una vez y volver a su país para el aniversario de los padres.

Suena el celular, no atiende. Mira a un lado, al otro. Es él.

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jueves, 8 de septiembre de 2011

Undercovers: Los cazadores ocultos - Natalia L. Calisti

Foto: Francisco Pagalday


—Mi mamá tiene ELA. Se va a morir.

Mariela Linares se reacomoda en la silla. Deja caer la cartera sobre el escritorio y se apoya,brusca, en el respaldar. ELA es Esclerosis Lateral Amiotrófica, una enfermedad degenerativa, sin cura. De repente, el sistema nervioso empieza a funcionar mal y provoca una parálisis muscular progresiva. Primero son movimientos torpes. Objetos que se caen de las manos, tropiezos involuntarios, fatiga en brazos y piernas. Después vienen las dificultades para hablar, los calambres musculares y los espasmos. Sobre el final, todo se detiene. Los pacientes con ELA no pueden masticar, no pueden respirar por sí mismos. Pierden todo, menos la lucidez.

El Dr. Gustavo Moviglia escucha atento. Mariela es delgada, la cara angulosa. Lleva el pelo corto, la frente despejada, pantalones negros y una camisa en tonos pastel. Le calcula entre 23 y 25 años aunque esté vestida como una mujer mayor.

¿Cuántos años tendrá su mamá?

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jueves, 18 de agosto de 2011

Marco Vernaschi en el corazón filoso de Guinea Bissau - Ángeles Alemandi



Copyright Marco Vernaschi/ Pulitzer Center

Artículo publicado en www.cosecharoja.fnpi.org


Al ver una Hummer de 150 mil euros doblar en una de las esquinas, Marco Vernaschi supo que había encontrado al narco que buscaba. Estaba en Guinea Bissau, un país al oeste de África que desde su última guerra civil en 1998 ni siquiera tiene electricidad. El número de chapa de la camioneta figuraba en la planilla que le había dado INTERPOL. Encaró al conductor sin ninguna estrategia más que impresionarlo. Durante media hora le dijo al hombre que estaba al volante lo maravilloso que era el coche, más una cantidad de exclamaciones que terminaron en la confesión:

Mirá, yo sé de qué te ocupás. No soy policía ni me interesa lo que hacés, pero quiero hablarte esta noche.

Era enero de 2009. Marco Vernaschi estaba allí porque había presentado un proyecto para The Pulitzer Center. Producía un reportaje fotográfico sobre narcotráfico. Abrió su computadora y le mostró el portfolio acerca de la coca en Bolivia, su último trabajo. Dijo que ahora quería publicar un libro con imágenes del tráfico en Guinea Bissau. Pidió que le abriera una puerta para colarse en su mundo. Ver todo a través de un obturador.

Lo hizo. Salieron de parranda, se metieron en los barrios donde el crack se consume como si fuera cigarrillo, tomaron un trago con unas prostitutas. La confianza y la desconfianza eran una soga que por momentos se tensaba. Hicieron un trato: nada de nombres, de mostrar sus caras, de dar detalles de lo que hacían. Marco cumplió. Lo que a él le interesaba era ver cosas para fotografiarlas, pero lo que quería contar y denunciar estaba más arriba de ellos.

África Occidental está dominada por cárteles de droga. Guinea Bissau es considerado el primer narco–estado del continente. Se encuentra entre Senegal y la República de Guinea, con costa hacia el océano Atlántico. Tiene más de un millón y medio de habitantes que saben de pobreza, de corrupción, de la falsificación de medicamentos, de música pirata y de trata de personas. En los últimos tres años, saben mucho más del tráfico de cocaína.

Cuando volteó todas las barreras, Marco penetró de lleno en la movida de sus nuevos amigos narcos. Supo cómo operaban, quién hacía qué, cuándo y por dónde. Entendió que los que dirigían la batuta eran miembros del grupo islamista Hezbollah, que por supuesto tenían contactos con cárteles de América Latina.


***

Marco ahora está sentado sobre el piso de parquet del living de su casa. Fue finalista del ODP Award for Human Values. Ganó el primer premio en el Lens Culture International Exposure Award 2009 así como el World Press Photo 2010. Este año estuvo nominado a las distinciones que da The American Society of Magazines Editors. Pero el gran angular de su trayectoria va más allá de los premios: está en sus fotos.

Nació en 1973 en Italia y hace cinco años que vive en la ciudad en Buenos Aires. Tiene los ojos celestes y una mirada honda, dura. Estudió Bellas Artes. Al graduarse viajó a África. Sacó muchas fotos a los animales. Gustaron. Una revista quiso publicarlas. Recién ahí se preguntó qué haría con eso que acababa de descubrir: la fotografía.

Terminó trabajando en proyectos relacionados con la naturaleza. Al principio hizo reportajes para National Geographic. Así llegó a la Argentina: para capturar las salinas y el valle Calchaquí. El país lo enamoró. Se quedó.

De a poco fui avanzando y tomando conciencia de lo que quería hacer.

Conciencia, dice. Pasó de retratar gauchos a realizar un reportaje sobre los efectos de la prohibición de cocaína en Bolivia durante los primeros meses de gobierno de Evo Morales, lo cual políticamente era interesante. Después de eso se le ocurrió cubrir el narcotráfico en África.

Investigó el tema por su cuenta hasta que se contactó directamente con INTERPOL. Ellos, dice, lo ayudaron a entrar. Durante seis, siete, ocho meses, siguió desde Argentina lo que pasaba allá. En diciembre trataron dos veces de matar al Presidente de Guinea Bissau. Adelantó el viaje.

Los primeros días eran una constante de reuniones en el Ministerio de Defensa, donde INTERPOL tiene sus oficinas, para ver de qué modo se infiltraba.

Sentí que me estaba metiendo adentro de una película.

Marco Vernaschi nunca había cubierto guerras, ni conflictos, ni temas de violencia. En su primer día en aquel país, un tipo de traje le entregó un listado con nombres de narcos con los que sí podía meterse. Otros con los que “ni–se–te–ocurra”. Acto seguido abrió un cajón, sacó un revólver y le dijo:

Tomá, tenelo por si lo necesitás.


***

Yo jugué con el ego de él hasta que me di cuenta que su componente narcisista por ser parte central del cuento había ido más allá.

Marco habla del hombre sin nombre dueño de la Hummer, de alguien que nació en la parte más pobre de uno de los países más pobres del mundo y que, como fuese, había sacado la cabeza de ahí. En el retrato que Marco le tomó no se le ve la cara. Es un cuadro que abarca su pecho, los brazos recostados contra la capota de la camioneta y el arma que hace bulto debajo del jeans. Ese era el concepto. Así se resumía su ego.

Una noche lo llamó a Marco y le dijo que tenía algo que mostrarle. Que vaya al aeropuerto. Con las cámaras. Marco dudó: el lugar se alejaba mucho de la ciudad, estaba muy oscuro, debía ir solo y no se imaginaba con qué se podía encontrar.

Fue igual. La camioneta lo esperaba al costado del camino. Al subir supo lo que pasaba y ya no había tiempo de nada. En el asiento de atrás, dos hombres armados escoltaban a otro que iba con los ojos vendados.

No sabía qué decir, qué hacer, ni qué iba a pasar.

Anduvieron 30 minutos por la carretera. Los 30 minutos más largos de la vida de Marco. Llegaron a un pueblo cercano. Bajaron al chico con los ojos vendados. Marco aún seguía arriba de la camioneta cuando tomó la imagen donde se ve que lo llevan a punta de escopetas. Rogaba que no lo mataran. Los siguió.

Me daba cuenta de lo que pasaba y no sabía qué hacer, realmente no sabía qué hacer. Tomó poquísimas fotos. En una, la víctima está de rodillas, apuntan a su cabeza. Y Marco recién al verla se dio cuenta que él estaba en la línea de tiro. No le hicieron nada, lo amenazaron, le gritaron en dialecto criollo, lo patearon y lo dejaron ahí.

El viaje de vuelta fue una experiencia más cercana a un rodaje cinematográfico que a una vida real. Ellos estaban orgullosos, se reían mucho, decían que no lo iban a matar delante de él.

Siempre tuve la duda de si eso hubiese pasado igual si yo no estaba ahí. O si era sólo una demostración de fuerza para exhibir frente a las cámaras– dice ahora mientras suelta el humo de un cigarrillo.


***

El día que mataron a Tagmé Na Waié, Jefe de Estado Mayor de Guinea Bissau, Marco estaba en un bar. Escuchó la noticia por la radio. Saltó arriba de su auto y fue hasta el lugar. Había estallado una bomba en el cuartel militar. Pero no pudo entrar a fotografiar. Esa madrugada golpearon a la puerta de la habitación del hotel donde se hospedaba. Era un hombre de seguridad que además trabajaba para él, de informante.

Acaban de matar al Presidente.

¿Cómo sabés?

Lo mataron –dijo, como quien no tiene nada más que decir.

Marco salió disparado. Fue hasta la casa del mandatario: João Bernardo Vieira llevaba 23 años gobernando el país. No sólo no lo dejaron entrar sino que los militares le quitaron la cámara. Por instinto Marco regresó al cuartel militar. Bajo un árbol, un grupo de soldados tomaba el té. Se sentó con ellos. Uno hablaba en francés. Charlaron largo rato hasta que le dijeron:

Fuimos nosotros. Nosotros matamos al Presidente.

Dudó de lo que acababan de contarle. Preguntó, repreguntó, vio la sangre seca en la parte baja de los pantalones. Le contaron cómo llegaron a la casa del Presidente, de qué manera entraron, cómo le quitaron el chaleco de balas y le dispararon. Para matarlo bien muerto, para que ni su espíritu se atreva a sobrevivirlo, le dieron duro con un machete.

Vengaron al Jefe de Estado Mayor. Ellos aseguraban que el Presidente era el responsable de la bomba. Había llegado de Italia en un avión que no fue registrado en el aeropuerto. Aterrizó, dejó el paquete y se fue con otra carga. Parece que ese mismo día desaparecieron 200 kg. de cocaína del depósito de la Marina.

Mientras la charla avanzaba, Marco pensaba sólo una cosa: cómo hacer para fotografiarlos. Hasta que les dijo que quería retratarlos y accedieron. Se sentían orgullosos de lo que habían hecho.

Si algo faltaba a este relato casi de ficción es lo que siguió. Uno de los soldados abrió un maletín. Adentro había un teléfono satelital. Era del Presidente. Se lo vendían por 9 mil euros. Marco pensó toda la información que habría allí, todas las comunicaciones que se podrían rastrear, las vinculaciones que se podrían tejer. Se los sacó por 300 euros. Y encontró nuevos problemas.

¿Qué diablos hacía con ese teléfono ahora?

Si lo rastreaban llegarían a él en un santiamén. Pensó que no podía llevarlo a analizar por un técnico cualquiera, necesitaba una institución. Esa noche, en un bar, se dio cuenta que en la mesa de al lado había yanquis. Por las conversaciones supo que eran del FBI. Marco fue al baño y desde la puerta le hizo señas a uno. Se acercó. Quedaron en verse en 15 minutos en otro lugar.

Les conté todo. Yo quería un trato. Les doy el teléfono, pero ustedes me dan parte de los resultados para mostrar en mi investigación. Ellos me ofrecieron miles de cosas: que les entregue todo, el teléfono, las fotos, todo, y que me enviarían en un avión a través de la embajada de Estados Unidos para que deje el país. No quise. Traté de negociarlo hasta que el embajador dijo que no se haría nada porque no quería crear problemas diplomáticos.

Ya de regreso en Buenos Aires ofreció el aparato a INTERPOL. Tampoco le prometían los resultados que encontraran.

¿Y qué hiciste con el teléfono?

Lo tengo acá, en la otra habitación– dice como si arrastrara un muerto sin saber dónde enterrarlo.


***

El FBI no logró sacarlo de Guinea Bissau. Las amenazas, sí. Llevaba dos meses ahí. Estaba fotografiando a prostitutas cuando se le acercaron dos tipos, lo levantaron de la mesa y lo llevaron afuera. Sentía la presión de la pistola del otro contra su cuerpo.

Marco, sabemos quién sos, qué estás haciendo. Si se publica algo sobre narcotráfico en nuestro país, te vamos a encontrar en cualquier lado.

Era gente de Hezbollah. Marco no los escuchó. Una tarde de la semana siguiente, al entrar a su habitación del hotel, encontró las sábanas deshechas y todas sus cosas en el piso. La pileta del baño estaba tapada con una toalla y el agua rebalsaba. Entendió que en los códigos de aquella cultura, eso significaba algo. Salió a buscar al informante.

Levantá el colchón y vení a contarme.

No había nada.

Entonces quedate tranquilo. Era un aviso. Si debajo de la cama hubieses encontrado tu ropa, te iban a matar.

Cuando a los días sonó el teléfono y un número desconocido le recordó que no sabía con quién se estaba metiendo, INTERPOL lo sacó de Guinea Bissau.

En mayo de 2009 publicó El nuevo talón de Aquiles de África del Oeste en The Pulitzer Center. Imágenes en blanco y negro que cuentan una historia con todos los matices de la violencia. Muchas de las que seleccionó para publicar las capturó en las últimas dos semanas. La cámara ya era parte de él. Un ojo más que no incomodaba a nadie. Para él, el logro de toda investigación es hacer una denuncia.

Denunciar algo o a alguien.

Lo hizo dejando de lado a los obreros de esa maquinaria narco y apuntando a la red Hezbollah. INTERPOL arrestó a dos generales a partir de su trabajo.

Para Marco no fue problema estar en los dos bandos al mismo tiempo. Dice que cumplió con cada parte sin traicionarlas. Que mantuvo siempre oculto al amigo y a su banda, que les mostraba las fotos que tomaba, que los hacía opinar y borraba las que ellos le pedían.

Hace dos años que está de vuelta. Se empieza a olvidar de la sensación de miedo. De desconfianza. Las últimas semanas en África se reunía con la gente de INTERPOL en lugares y horarios insólitos porque en el Ministerio de Defensa había mucho personal involucrado en el narcotráfico. Y se equivocó al creer que de regreso eso acabaría. Nuevas amenazas llegaron tras la publicación del reportaje.

Dice que fue suficiente para él. Que ahora quiere hacer otra cosa. Porque es una mentira que uno no sufre daños colaterales. El arma que le habían dado la devolvió a los dos días, pero no todo se saca tan fácil de encima. Aún siente en la pierna el filo del cuchillo que tuvo apretado a su media durante toda la estadía en Guinea Bissau.

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lunes, 1 de agosto de 2011

Kimo Sam y los cochinos - Camila Bretón




–¿Y, vamos al karaoke?

Es sábado y son las once de la noche. El que habla es Kimo Sam, que ya está con las llaves de su auto en la mano, listo para salir. Tiene puesto una camisa, chaleco negro de sastre, jeans y zapatos blancos en punta. Los anteojos negros Ray Ban y el gel en el pelo hacen que Kimo tenga un look muy parecido al de Ricardo Fort pero en versión coreana.
Su casa, que queda a pocas cuadras de los tres locales de ropa que tiene su familia en el barrio de Flores, Buenos Aires, es un amplio departamento con pisos de cerámica.

–Acá nunca hay nadie –dice Yakiko, la novia de Kimo, sentada en uno de los sillones del departamento de su novio.

A una de las paredes del living comedor la cubre un gran espejo y en un rincón hay una mesa de vidrio con sillas de cuerina, donde la familia de Kimo se sienta a comer lo que prepara la empleada argentina. La Play Station que está conectada al plasma es la que da el sonido al hogar. En esta casa, todos hablan en castellano: la madre llegó de Corea cuando tenía tres años, pero ya se olvidó del idioma de sus ancestros.

–Los papás, si no están trabajando, se quedan en el cuarto mirando películas coreanas o salen a jugar al golf.

Hija de un japonés y una brasilera, Yakiko es de piel morena y ojos rasgados. Cuenta que al principio los padres de Kimo no la aceptaban porque no era coreana. Hoy, después de un año y medio de noviazgo, duerme casi todas las noches en esa casa.

Camino al karaoke y arriba de un Peugeot full color negro y con vidrios polarizados, pasamos por el edificio donde se imprime uno de los dos diarios coreanos que sale de lunes a viernes. Al lado, hay un restaurante con ideogramas de neón en chino y coreano.

–Ese es de los Cochinos, así les decimos a los que son mitad coreanos, mitad chinos que viven acá –dice Kimo mientras maneja por Carabobo, una de las avenidas principales del barrio.
Diez minutos después estacionamos frente a “Chess Club”.

Por fuera, el lugar parece un restaurante de mala muerte; por dentro, el panorama no cambia mucho, sólo que además de ofrecer comida, es bar y Karaoke. En el primer piso, hay pequeños cuartos divididos con paredes de durlock que hacen que el bar parezca vacío.

–No da para ver quienes están en los cuartos bebiendo por el tema del respeto a los mayores. Aunque sea una persona tres años mayor que yo, merece mi respeto y tengo que pedirle permiso para poder tomar. En estos cuartos cerrados no pasa nada porque no te ven –explica Kimo.
Los cubículos de 2x2 están ambientados con una mesa de fórmica, varias sillas de plástico y un timbre para llamar a los mozos bolivianos o peruanos que trabajan allí hasta el amanecer. En las paredes cuelgan posters importados de Corea, con imágenes de mujeres asiáticas en bikini promocionando alguna bebida o helados. No hay música y la luz es blanca, de lamparita de bajo consumo. Arriba, el ambiente cambia.

–Vamos al cuarto número dos que están unos amigos –le avisa Yakiko al camarero, antes de subir.

Parece la entrada de un albergue transitorio: hay un pasillo oscuro y cuatro puertas de madera despintada. En la número dos, tres jóvenes chinos con micrófono en mano cantan Barbie Girl de Aqua. El cuarto está iluminado por una pelota de espejos tipo boliche, hay una mesa larga con ceniceros y un libro con pistas de canciones en coreano, inglés y chino. La música, que sale del televisor, no para de reproducir videoclips con actores asiáticos. En un costado está el timbre, y al fondo un pequeño baño privado.
Kimo saluda, se prende un cigarrillo y toca el timbre para pedir una botella de Soju de 350ml, bebida alcohólica a base de arroz que se toma en chupitos. Más tarde llegará Junior, el mejor amigo de Kimo, coreano y misionero que elige cantar una canción pop coreana. Él es el único del grupo de amigos asiáticos que sabe leer los ideogramas de colores a medida que pasa el tema.

*

Kimo Sam tiene 29 años. Además de organizar la fiestas Masomi K (Masomi–K significa Kimo Sam al revés) y ser relacionista público, trabaja para su padre. Pero, dice, la relación no siempre fluye.

– Mi viejo tiene la costumbre de echarme de casa y después le da lástima y me vuelve a dar laburo, casa, todo. Lo más importante entre los coreanos es que hagas plata y ahorres. Mi hermano, por ejemplo, es menor que yo, pero es más respetado porque tiene su propia fábrica y capacidad para facturar. Los amigos de mis papás hablan re bien de él y de mí dicen: “No, éste es el que hace las fiestas, le gusta la joda.”

“La joda” que Kimo organiza cada dos o tres meses en Pachá, es la fiesta más esperada por la comunidad joven oriental en Argentina. Hoy, una semana después de ir al karaoke en Flores, se espera que unas mil personas vayan al boliche de costanera que ya tiene todas las mesas del vip reservadas por chinos, coreanos y taiwanesas.
Adentro, un presentador llama al público a participar de “bailando por un champagne”. Unas cuatro parejas se animan a menear el cuerpo al son del reggaetón. El resto agita y vota con aplausos al ganador. El 90 por ciento de las personas son asiáticas pero todos hablan, cantan y gritan en castellano.

–¿De dónde sos? –le pregunto a un joven que está parado al lado mío mirando el concurso.
– De Liniers –contesta.
–No –le digo –¿De que país?
–¡Ah! –dice sorprendido– de la provincia de Shangsu, China.

Mataderos, Flores, Ituzaingo, Belgrano, Castelar, a cada uno que le hago la pregunta, contesta lo mismo. Según estudios académicos, se estima que hay 22 mil coreanos y más de 80 mil chinos viviendo en el país.

–Hay veces que me olvido que físicamente soy distinto a los argentinos. Yo siempre digo que soy un coreano argentinizado –dice Kimo, sentado en uno de los sillones del vip junto a un fotógrafo, camarógrafo, su novia Yakiko, y una imitadora de Lady Gaga que hará una performance con cuatro bailarinas.

En la terraza hay unos veinte jóvenes. Algunos salieron para fumar y otros se sacan fotos con el Río de la Plata de fondo.

–Esto es un chusmerío, porque nos conocemos todos y empiezan: “qué tal estuvo con tal y qué éste no sé qué con el otro” –me cuenta Helena de 23 años, habitúe de las Masomi–k. Ella es parte de los 15 mil taiwaneses radicados en la Argentina y de la primera generación que se comunica en castellano, sin acento y de corrido. Su forma de hablar es igual a la de cualquier joven argentina de clase alta. Usa el “tipo qué”, “ya fue” y “re”, pero su cara muestra que Helena es oriental. Lo dicen sus ojos rasgados, su pelo negro azabache ultra lacio y su piel lampiña. Hace un par de meses está de novia con un estudiante que llegó de Fujian, provincia rural en la costa de China de donde viene el 90 por ciento de los chinos que ingresan a la Argentina.
Los fines de semana, cuando no hay fiesta, Helena se sube a su Volkswagen Siran y sale a comer por el barrio coreano en Flores, va al karaoke o se queda jugando al dominó chino en la casa de algún amigo. Vive con sus padres al lado del supermercado que tienen en el Barrio Chino de Belgrano. Con su familia habla en taiwanés y con sus amigos en castellano. Desayuna pan y café con leche, pero cena comida típica taiwanesa y lo hace con palitos. Eligió un nombre occidental. Su DNI dice otra cosa.

“Provócame” hace explotar la pista a las cuatro de la mañana. Ya hay unas 800 personas que bailan al compás de Chayanne. Yakiko, vestida con un quimono rojo, empieza a repartir hielos luminosos para poner dentro de los vasos.

*


–Nos vamos de China porque hay demasiada gente y por ende mucha competencia. –Esto lo dice Ting, pero lo dicen todos a los que les pregunto porqué se van de su tierra. A Ting lo conocí a las 2 de la mañana mientras pedía un fernet en la barra. Tiene 24 años, es chino y estudia publicidad en la UADE. Llegó a la Argentina con su familia cuando tenía 7 años y, al contrario de lo que suelen hacer la gran mayoría, no fue a ninguno de los 5 colegios chinos que existen en el país. Le dijo a su mamá que sólo quería ir a la escuela de acá.
Ting me cuenta, con trago en mano y un peinado igual al de los floggers del Abasto, que empezó a tocar el piano cuando era un chico. Una vez instalados en Buenos Aires los padres lo anotaron en el Conservatorio y durante 6 años el pequeño oriental se tomó el colectivo a las 10 y media de la noche con la mochila del colegio y las partituras en la mano. Se acuerda que un día su profesor le preguntó cuántas horas practicaba.
–Cuatro horas – le contestó.
–Es mucho –le dijo el profesor–. Tenés que hacerlo solo diez minutos por día.
Ting dice que no entendió. Todavía cree que su madre le exigió lo justo y necesario, no como el resto de los padres de sus amigos que suelen ser muy exigentes con sus hijos. Para la cultura oriental, la preparación académica es la máxima meta personal. Cuenta que siguió con las clases para entrar en el teatro Colón, hasta que una tarde se reveló y nunca más volvió.
–Al principio mis papas no lo entendieron pero no les quedó otra.
Hoy elije el break dance. Se junta una vez por semana con coreanos y argentinos en el barrio de Flores y bailan. Cuando termine la universidad su mamá se volverá a China para jubilarse, pero él piensa ir sólo de visita.
–Tengo que ir a mostrarle el título a mi familia. Es una costumbre bastante china, pero me quedo unos meses y vuelvo –dice antes de volver a la mesa del vip donde están sus amigos.

*

A las cinco de la mañana y luego de que Lady Gaga haga su performance, decido irme de Pachá. Los busco a Kimo y a Yakiko para despedirme. Saludo a Mariano y Carolina, otros dos chicos que conocí en la fiesta. Él de Shangai, ella de Capital Federal, son compañeros del colegio Nacional Buenos Aires y no es la primera vez que vienen a las Masomi–K.

–Nos vemos en la próxima fiesta, se rumorea que habrá un desfile de ropa interior y trajes de baño –me dice él, otro joven oriental que vive entre dos culturas y que no piensa volver a su tierra natal.
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domingo, 24 de julio de 2011

Conduciendo a Miss Nancy - Cristian Alarcón


Foto: Alfredo Srur


Esa mujer que tiene una libreta en la mano y un viejo grabador en la cartera ha descifrado el tráfico de órganos entre Sudáfrica, Israel y Moldovia y hoy visita la Argentina. Llega con sus papeles, sus mapas, sus estadísticas y sus ideas a un hotel del Centro y se reúne con un grupo de colaboradores espontáneos: entre ellos está el sociólogo Javier Auyero, profesor en universidades norteamericanas desde hace más de 20 años, de vacaciones en la ciudad con su familia. Mi amigo Javier ha hecho que me convierta en el cronista que la acompañará en su travesía local, y en una especie de asistente fiel. Se llama Nancy Scheper Hughes, tiene 67 años, tres hijos, cuatro nietos, está casada con el mismo señor hace 39, y nació sobre la calle Tercera, en Brooklyn, hija de un padre trabajador de origen alemán y una madre checa. Junto a su único hermano -profesor de literatura inglesa- fueron los primeros universitarios de la familia. Hace doce años esa mujer investiga, entrevista y descubre a mafias internacionales que suelen vender riñones del tercer mundo a 180 mil dólares en países del primero. Antes vivió en Brasil donde escribió un libro que pateó el tablero de la antropología contemporánea: se llama La muerte sin llanto y no desnuda un tráfico de cuerpos sino cómo en la extrema pobreza se puede perder el dolor si se naturaliza la pérdida de los hijos. En Buenos Aires, en Luján y en Torres, el pueblo que pone la mano de obra en la Colonia Montes de Oca, Nancy busca respuesta a interrogantes que no esquivan lo oscuro para buscar lo luminoso.

Esta es la tercera vez que Scheper visita la Argentina. Como las dos anteriores, en esta ocasión poco conocerá del circuito for export. Su interés tiene un nombre y es el de un médico: doctor Manuel Montes de Oca. El tal Montes de Oca fundó el asilo-colonia a 80 kilómetros de Buenos Aires con un régimen de puertas abiertas para pacientes psiquiátricos, hace 105 años. Son 263 hectáreas rodeadas de cipreses, tuyas, acacias, eucaliptos, casuarinas, ligustros y plátanos. Desde el portón con seguridad privada, se extiende una larga calle bordeada de álamos, y al final una torre. Nancy Scheper pasea por tercera vez por esos edificios al estilo de los viejos chalets de la oligarquía argentina de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Camina junto al fotógrafo Alfredo Srur, que la sigue de cerca, como un lazarillo ignorado, en silencio. Srur es el fotógrafo de la expedición, pero también será asistente. A Nancy Scheper en acción cualquiera querría asistirla. Hay algo en esta señora sencilla, risueña y filosa que genera ese círculo en el que todos nos sentimos incluidos, como si juntos buscáramos el secreto de la piedra filosofal, el secreto que para Nancy se esconde en la Colonia Montes de Oca y en el pueblo de Torres, en el que viven los 900 empleados que la sostienen con trabajo duro para atender a los más de 600 pacientes. ¿Qué pasó en el asilo entre 1976 y el 2004, cuando lentamente en el lugar se volvieron a respetar los derechos humanos?

Sería imposible resumir en esta crónica los síntomas del horror en Montes de Oca. La memoria colectiva –hecha de trazos de periodismo amarillo y mucho de mito—seguramente recuerda el caso de la doctora Giubileo como el emblema de todas las sospechas. Apenas pisamos Torres, con sus casas bajas y coquetas, sus jardines y sus veredas impecables, y sus dos mil habitantes, en la primera entrevista con una empleada de la Colonia, nos lo hacen notar. Decir Giubileo es como decir Bin Laden en medio de una sinagoga neoyorquina. Auyero le traduce a Nancy. Esa otra mujer, Cecilia Giubileo, la médica desaparecida, el mayor misterio en la historia de la crónica policial argentina, es el origen del estigma de este pueblo. Todos recuerdan la vergüenza que les producía el showman José de Zer en el noticiero Telenueve. Durante un año y medio De Zer salió en vivo desde la puerta de la Colonia Montes de Oca, rodeado de esos árboles centenarios lanzando todo tipo de hipótesis desmesuradas al aire. Hasta se alquiló una casa en la zona, para no tener que volver a capital cada día, dicen. Así nos explican en la casa de Tim, secretaria del nuevo director. Así lo dice Federico, nuestro guía oficial, cuarta generación de empleados en la Colonia. Federico nació y se crió adentro, en una de las casas del personal. Para Federico jugar al fútbol con los pacientes –la mayoría con retraso mental y no con enfermedades psiquiátricas graves como los de la Colonia Open Door, a diez kilómetros de Montes de Oca— era cotidiano. Le molesta por eso que se vuelva a hablar de la misma cantaleta: que otra vez alguien piense que allí, donde él creció, ocurrió algo espantoso, siniestro, deplorable.

La rabia de Federico es comprensible. Ahora la realidad es otra. Desde el 2004 que un director nuevo y la administración nacional han comenzado un cambio en Montes de Oca. Lo puede apreciar la propia Nancy Scheper al caminar por los pabellones, ahora confortables, y conversar con pacientes que lucen sanos. En el 2000 Scheper Hughes entró como la sobrina gringa de un supuesto tío perdido en el sur del mundo. Entonces el lugar le pareció un campo de concentración: un sitio en el que la negligencia en la atención a los casi mil pacientes era criminal. Desnudos, se paseaban a su antojo por el campo y los pasillos, entre excrementos, raquíticos y perdidos. De hecho al revisar las estadísticas escritas a máquina que le han dejado ver hay cosas que Nancy Scheper Hughes no entiende. No entiende por ejemplo –si es que son ciertas— por qué entre 1978 y 1983 de los 540 pacientes que murieron (la mayoría de ataques cardíacos), la mitad tenía menos de 40 años. Por qué, por ejemplo, en 1991 se habrían fugado 107 personas, y de 60 de ellos nunca más se volvió a saber. ¿Son desaparecidos? En la Colonia creen que no, que desaparecido es muy distinto a fugado. Desaparecidos había en la dictadura, dicen. En esos años un paciente era el hijo de Jorge Rafael Videla. “Estaba en el pabellón en el que trabajaba mi papá. Nunca lo vino a ver. A veces mandaba camiones del ejército con cosas”, dirá luego una enfermera, en el living de su casa, decorada con madera rústica y colgantes de cerámica. La misma mujer, que ha decidido externar a una de las pacientes y vivir con ella y su hijo de 11, fuma un Parisiennes tras otro y se emociona cuando recuerda los momentos más crudos: esas mañanas, dice, en que una llegaba al pabellón y encontraba a una paciente muerta de frío. Esos mediodías en que las internas salían al campo a robar maíz del que se sembraba para los chanchos, y luego los cocinaban en latas de dulce de batata, sobre estufas encendidas con la leña que juntaban ellas mismas en el descampado.

Nancy Scheper Hughes toma mate y toma notas. Al mismo tiempo. Es la casa ordenada y amplia de una mujer de 81 años a la que el tiempo ha empequeñecido. Fue enfermera de la Colonia hasta que tuvo setenta y largos. No quería jubilarse, se deprimió un poco cuando tuvo que dejar el pabellón en el que comenzó en la década del setenta. Recuerda cómo si todo iba mal, pudo también empeorar cuando llegó a la Colonia el doctor Florencio Sánchez, psiquiatra, antropólogo y cirujano. Venía de hacer carrera en Open Door, adonde había llegado a director asistente. En el 77 entró en Montes de Oca, y en el 80 Videla firmó su expediente. Se quedó más que cualquier otro funcionario de la dictadura. Recién en el 92, con una intervención y una investigación judicial por malos tratos y corrupción, incluido el tráfico de drogas, fue preso y se terminó su poder. Era raro: siendo funcionario del proceso decretó una especie de laizer faire entre los internos que se acostumbraron a sacarse la ropa y a tener sexo libremente. Las mujeres comenzaron a quedar embarazadas –los jueces ultra católicos de Mercedes prohibían el uso de anticonceptivos--. La enfermera recuerda aquello con total naturalidad. Dice, como todos, que a los bebés los adoptaba alguien. Alguien se los llevaba. A Nancy Scheper Hughes no le suena raro. En sus otros viajes otros empleados le han dicho que había parejas que llegaban a la Colonia a buscar a los recién nacidos. ¿Fueron niños apropiados?, se pregunta Nancy.

El fin de semana con la antropóloga de la universidad de Berkeley es intenso, emocionalmente arrasador. El domingo entramos en Open Door y vemos el deterioro. Alguien nos muestra un video de un joven paciente fugado que apareció muerto en el campo con el cuerpo carcomido por las comadrejas, muerto de no se sabe qué. Cada paciente de una institución como éstas depende de un juez. Cada uno es un expediente. Jamás nadie les ha pedido cuentas. Sentada en el bar frente a su hotel en Buenos Aires, un lunes lluvioso, analizamos otra vez las estadísticas, y revisamos hipótesis. Nos preguntamos por el secreto social que podría existir en Torres. Pensamos en las entrevistas que quedan durante la semana. En la televisión del bar Cristina Kirchner abraza a una joven, familiar de una víctima de la bomba en la AMIA. Nancy Scheper Hugues pregunta por la investigación. Pregunta por la política de derechos humanos. Pregunta por la presidenta. Pregunta si no sería posible en este país en el que importa tanto la memoria que la presidenta se preocupe por saber qué pasó en la Colonia Montes de Oca. Pregunta si no se podría formar una comisión de la verdad, algo que permita reconstruir el destino de esos ciudadanos muertos, desaparecidos, fugados, nacidos y supuestamente adoptados. Pregunta si esos cientos, esos miles, merecen el llanto.
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miércoles, 20 de julio de 2011

La segunda despedida de Facundo Cabral - Cristian Alarcón


Nota publicada en Revista Debate, el lunes 18 de julio de 2011

El cantante de nombre y apellido tan patriótico como trágico, el 9 de Julio, también un día patriótico, fue en coche a la muerte. Dicen que anunciaba su show en Guatemala como su despedida definitiva, y que lo hacía por segunda vez. Una serie de coincidencias pusieron a Facundo Cabral en el asiento de la víctima mientras una tradición oscura mantiene a Guatemala como la tierra del miedo.




Ay, si tuviera cerca al joven Elí, sacerdote maya de la etnia de los Mam, los más antiguos de Mezo América. Ay, si él pudiera decirme qué onda encantada del oráculo maya regía la madrugada del viernes 9 de Julio. Si pudiera preguntarle: ¿Por qué mataron a Facundo Cabral? ¿Cómo se tejió su muerte? ¿Por qué fueron contratados los sicarios que le dispararon con fusiles? En ese viaje a Guatemala, que aquí en Debate conté hace tres semanas, cruzaba la ciudad en un auto viejo con un grupo de amigos, hacia el centro histórico. Pasamos cerca del hotel casino Tikal Futura, desde donde lo siguieron los asesinos, y en las avenidas los carteles más luminosos mostraban el rostro clásico del barbado Cabral con sus gafas negras. Alguien dijo que en ese hotel hubo un tiroteo de narcos. Pregunté qué hacía Cabral tan espectacularmente anunciado en un país tan lejano, tan distinto, cuando en la Argentina ya era un cantante en el olvido. Me dijeron que era la segunda vez que daba un concierto de despedida. Y nos reímos por lo que consideramos una avivada de esos oscuros gerentes de marketing que gobiernan la vida de algunos artistas.
Entonces, esa noche en la ciudad de Guatemala, me contaban historias ocurridas hacía décadas, cuando las masacres masivas de indígenas, y otras, contemporáneas, de muertes como la de Facundo. Para entonces se sabía en Guate que ya iban tres dueños de cabarets asesinados durante los últimos meses. Ahora sé que Henry Fariña, el productor que había contratado a Cabral, iba a ser el cuarto. Como en un tour sangriento Claudia Acuña, periodista, me actualizaba: en uno, ahí, a pocas cuadras, los sicarios abrieron fuego en plena fiesta. Las chicas en tanga y en tetas se tiraron debajo de las mesas, detrás de los clientes. Y se salvaron. El dueño recibió todos los disparos. El siguiente ataque, me contaron, fue en la zona 4, cerca del edificio municipal. El lugar, Mi Club, era de un tipo que ya la tenía jurada. Dos semanas antes de que dos sicarios lo bajaran junto a su mujer muy cerca del cabaret, en las afueras de la ciudad habían encontrado ocho cadáveres. Los documentos de varias de las víctimas llevaron a los fiscales hasta el antro, donde había objetos de algunos de los muertos, todos relacionados con el narcotráfico. El más impresionante de los crímenes fue el de un ex diputado que se había dedicado al negocio de la noche y tenía varios locales, además de moteles de camas calientes. El auto en el que lo agarraron tenía como cuarenta agujeros de bala. Ése, en realidad, fue el primero.
O sea, si el sábado pasado el muerto hubiera sido Henry Fariña, me dice Claudia -lo sabía porque lleva muchos años cubriendo la “nota roja”- a nadie le habría impresionado. La diferencia es ese hombre en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Facundo Cabral no debió haber estado a la diestra de Fariña a las 5.25 de la mañana del 9 de Julio. Se había ido a la cama apenas pudo para dormir al menos unas horas. Y como había hecho otras veces, le había pedido al conserje que le reservara lugar en la combi que lleva siempre a los pasajeros al aeropuerto para el vuelo de las ocho. No sabía -dicen los investigadores del caso-, que esa madrugada su productor, y también los dos argentinos que lo acompañaban -el sonidista y el promotor- habían estado tomando unos tragos en Elite, el cabaret de Fariña. Quizá entonados por los tragos, quizá por pura gentileza, lo invitaron a subirse al auto del hombre cuya vida ya no valía un quetzal. En el momento del ataque de los sicarios, uno de los argentinos iba en el asiento trasero de la camioneta BMW en la que iba Facundo. El otro, atrás, con los guardaespaldas. Los dos se salvaron de las balas y declararon ante la fiscalía una versión confusa: es cierto, creen los investigadores, que fue todo muy rápido y que ellos habían bebido. El martes la fiscal general Claudia Paz contó que ya tenían al contratista y a uno de los sicarios. En esa conferencia de prensa, Paz mostró con detalles cómo los sicarios mataron al cantante porque había analizado las grabaciones de al menos cincuenta cámaras de seguridad dispuestas en el hotel y en las calles cercanas. El crimen había sido registrado en vivo y en directo. En la imagen más cruda se ve el cuerpo baleado de Cabral abrazado a un maletín: cuando lo revisaron encontraron allí nueve mil dólares, quizá la paga por los conciertos en Guatemala, y el límite legal para sacar efectivo del país.

Tinta roja

Vuelvo a conversar con los periodistas de Guatemala, busco una respuesta a la pregunta de siempre: ¿cómo contar la violencia? Y en esa línea, pienso en qué hay en la historia de los periodistas de crónica roja que explique la elección de un oficio tan intenso. No puedo más que mirar desde Facundo Cabral hacia atrás, hacia las imágenes de lo violento con que Luis Ángel Sas, o Claudia Acuña, por ejemplo, han vivido hasta que comenzaron a escribir y editar lo que antes era pan del día. Luis Ángel, Sasito, tiene 26 años y su porte, altivo pero no muy alto, lo bautiza con el diminutivo. Sus investigaciones sobre el tráfico de armas del ejército le han valido un año difícil: balearon su casa, lo amenazaron de muerte de variadas formas. Pero Sasito no cuenta eso. No habla de eso. No usa guardaespaldas del Estado, aunque se lo hayan ofrecido. Me entero de esas historias porque me las cuenta Claudia, que es de otro diario. Sasito relata que su abuelo salió de un pueblo del interior en los ochenta cuando un vecino le dijo que vendrían por él los del ejército, que tenía los minutos contados. Era maestro, y le había dado alojo a algunos guerrilleros un par de noches. Eso y morir era más o menos lo mismo. Llegó a vivir a una zona pobre de la capital, como otros dos millones de desplazados por la violencia. Allí conoció a su abuela, que venía corriendo por lo mismo, pero no había recibido una amenaza: era el miedo de que un día, al vivir en un pueblo apartado, llegaran los kaibiles y arrasaran con todo, con mujeres y niños y abuelos, y no dejaran nada vivo.
El miedo que se respira
Luis recuerda la breve alegría por los acuerdos de paz que terminaron con la guerra, en 1992, y pronto, cómo apareció la sombra de las maras, las pandillas que ocuparon los barrios más pobres de Guatemala. Él salía de la escuela, cuando tenía 14 años, y caminaba a unos cinco metros de un compañero. Dos tatuados se le cruzaron, le dispararon en la cabeza, y luego lo remataron en el piso. Como su familia vivía en la zona 18, una de las más violentas de la ciudad, pronto también tuvo que ver cómo morían otros, pero en asaltos. Hace dos años los vecinos decidieron privatizar su seguridad. Construyeron un muro que rodea a unas mil familias, y cobran unos cuatro dólares por casa para pagar a los guardias con fusiles que pusieron en la única entrada. Alimentan así el negocio más rentable de Guatemala, después del narcotráfico y el lavado: el de la seguridad. Por año los guatemaltecos gastan 200 millones de dólares en intentar protegerse, casi siempre en vano.
Claudia Acuña ha editado durante toda la semana el caso Cabral. Antes, durante su carrera, ha visto mucho, demasiado quizás. En su casa, de niña, el miedo era un padre militar y alcohólico que se encolerizaba por cualquier cosa fuera de lugar. A las 5.55 de cada mañana el uniforme debía estar impecable para que él se lo pusiera. Y los zapatos bien lustrados. Todo tenía su hora, su minuto, su segundo. Nada le parecía a Claudia tan horroroso como ese encierro, ese no hablar con nadie, y temerle a los soldados, a los policías, callar la boca cuando pasan en la calle cerca de uno. No la impresionó tanto el primer muerto que tuvo que ver a los diez años, cuando en su cuadra apuñalaron a uno y quedó un rato largo sobre la calle, a la vista de los niños curiosos. Se largó apenas tuvo 18, casándose, como se hacía antes. Del centro se mudó a la zona 5, popular y violenta. Ahí cerca han ocurrido crímenes resonantes, y de los otros: es el lugar con mayor cantidad de choferes de autobuses asesinados. En Guatemala, una de las pocas organizaciones de víctimas que tiene visibilidad y acción es la de sus viudas: han sido 300 en los últimos seis años. Para Claudia, salir del diario a la tarde o noche, y volver a casa, es un desafío. A la salida han asaltado a diez periodistas y administrativos en los últimos meses. Si es temprano toma una de esas combis que hacen de buses. Baja a diez cuadras de su casa, y no corre, vuela, dice. Nunca en esas calles oscuras hay policías. Sólo cuidan los mercados hasta pasada la mañana. Cerrados los negocios, los vecinos quedan a las suyas. Claudia suele tener miedo, pero lo conoce y lo maneja, como todos los guatemaltecos que no disponen de autos blindados. Es raro en ella que reconozca el miedo, siendo que ha visto todo: vio mujeres descuartizadas saliendo de una bolsa, como carne de una máquina; un motín en el que decapitaron a cinco y a los asesinos blandiendo las cabezas con palos, como antorchas; y los restos del cerebro de un colombiano que lideraba otra cárcel, pegados contra el azulejo de su jacuzzi, en la casa de lujo que se había montado adentro.

Caso Cabral: la pista virtual

Luis Ángel no parece tener miedo, aunque lo amenacen. Ahí está, esta semana, concentrado en seguirles la pista a los sicarios y al contratista que terminaron con la vida de Cabral. Los rastreó por Facebook y dio con sus perfiles. Ahí está Elgin García, un gordo salido de una película mala, que contrató los servicios de tres muchachos. Aunque algunas versiones, del blogdelnarco por ejemplo, decían que el crimen era un encargo de Los Zetas, o del Cartel de Sinaloa -para quien lavaría plata el tal Fariña- la factura del asunto no parece tener el nivel de los aztecas que suelen usar tropa propia y entrenada. A García lo enganchan porque para supervisar el trabajito y devolver a sus casas a los sicarios, una vez abandonado el auto del que bajaron para disparar sus fusiles contra Fariña y Facundo, usó su propia camioneta, la BMW. Las cámaras lo muestran con placa y todo.
Lo que les impresiona a los periodistas chapines es el trabajo impecable de la fiscalía en este caso. Actuaron directamente Claudia Paz, la jefa de fiscales, y la CICIG, que es la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala. Es un organismo con recursos de la comunidad internacional que se armó para paliar la ausencia de justicia en casos de derechos humanos o del crimen organizado: la integran fiscales de varios países con los currículum intachables. Fueron ellos, Paz y estos investigadores VIP, los que analizaron las imágenes de las cámaras, con un programa de reconocimiento de rostros identificaron a los sicarios, rastrearon luego la apertura de celdas de los celulares y reconstruyeron paso a paso el crimen. Sasito evalúa la publicación de la foto de dos de los matadores. Se han escrito mensajes obvios y desopilantes en el Face: “estamos listos jefe”, por ejemplo. El más impresionante es uno debajo de una foto en la que se muestra una de esas siluetas para hacer puntería, el que la ha usado para practicar ha bajado varios cargadores sobre ella. “Uuuyyyy qué puntería pobre el que caiga en mi mira donde pongo el ojo pongo la bala”, dice. Para Sas está claro que esta banda de sicarios mató a Cabral como antes lo ha hecho con otros tantos. Sas me habla del sacerdote maya y me dice que Facundo Cabral tenía una fascinación por la cosmovisión indígena, que entre otras cosas ése era uno de los motivos por los que volvía feliz a su país. ¡Ay, si el joven Elí pudiera consultar a sus dioses!
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sábado, 11 de junio de 2011

No hay como el guardapolvo de un médico - Juan Manuel Mannarino

El crimen de Sandra Ayala Gamboa

Foto: Cristian Prieto Carrasco

Correr una maratón
Esa tarde fue durísima. Casi un fiasco. La piba no entendió nada. Tenía que estar calladita, mirar fijo para adelante, dejarse atar las manos y después salir como si nada, porque la vida seguía su curso allá afuera. Era un ratito nomás. Pero la piba, caprichosa, no entendió nada.
Había olor a caca de paloma y unos rayos de sol filtrados por la ventana hacían recordar que eran las tres de la tarde de un día cualquiera de verano. Las oficinas estaban nuevas, a punto de estrenar. Apenas el aleteo de los pájaros rompía el silencio sepulcral que se expandía por los dos pisos del edifico. Él imaginó la cita ideal. Una ceremonia de inauguración a solas, con los espacios libres para elegir dónde hacerlo.
El hombre al que ellas reconocían como la pantera rosa estaba excitado. Le caían gotas de sudor por la frente y la cabeza temblequeaba hacia los costados. Cuando la citó para una entrevista de trabajo, no se hubiera imaginado que la joven, tan petisa como él, se merecería una paliza ejemplar. Seguramente pensó lo que pensaba de todas: “Es una negrita más, ni bien entremos al lugar la engancho fácil, cuanto mucho le pego un par de cachetazos”. Pero no.
Lo sacó de quicio. Puteó como loco. La piba se le subió encima, corrió, pataleó, dejó las sandalias por el camino. Quién carajo se creía que era. Fue difícil dominarla. Le costó agarrarla, temía que alguien escuchara los gritos. Apretó fuerte los puños y la golpeó contra una pared. Un hilo de sangre tiñó su pelo negro. Mareada como estaba, le tironeó el pelo, la camisa, forcejeó con sus brazos. No fue suficiente. El tipo sacó un plus de fuerza demoníaca y la arrastró hacia el segundo piso.
Arriba estaba más seguro. Si entraba alguien, tendría tiempo para esconderse. La casona era enorme. Le sacó la bombacha y la dejó en un cuarto. De golpe, la chica despertó del mareo y lo golpeó en la cara. El tipo interrumpió la penetración y sintió que su autoridad estaba en problemas. Había que ir a fondo. Nunca olvidará lo que tuvo que luchar para sacarle la musculosa. Fue una batalla extenuante. Tanto que a ella le quedaron restos de su propia carne pegados en sus uñas. En pocos minutos retorció la remera hasta hacerla finita y tirante como una soga. No había tiempo para más. Miró su cuello grueso y apretó, una y otra vez, despacio, luego más fuerte, con la leona cerrando los ojos en lenta agonía.
Caminó unos pasos. Volvió, y quizás impresionado por lo que acababa de hacer, la puso boca abajo. Agarró el pantalón celeste, se fumó un par de cigarrillos y salió del archivo de Economía con el cuerpo doblado por el cansancio. Matar, se dijo, matar a alguien es una tarea agotadora. Como correr una maratón.

Respirar no es oler
Jueves 22 de febrero de 2007, una tarde en la ciudad de La Plata
Marcelo Argañaraz, teniente bombero del Ministerio de Economía de la Provincia de Buenos Aires, dejó por un momento su puesto de vigilancia y cruzó la avenida 7 a comprar un paquete de cigarrillos. Hacia la izquierda del kiosco había una galería con pequeños negocios, y del otro lado una casona con una puerta de doble hoja de madera. Allí funcionaba el archivo del Ministerio.
Argañaraz quiso saciar la necesidad de fumar, como todos los días, y algo lo paralizó.
-Muchachos, acá tienen un fiambre- largó de golpe, y los empleados del kiosco rieron. Lo tildaron de loco
-El olor sale del pozo séptico de acá al lado. ¿Sabés que con la construcción hubo problemas con las cloacas?- contestó uno de los empleados.
Hacía bastante tiempo, la casona estaba en obra, y las cañerías habían estado tapadas. Argañaraz, obstinado, negó con la cabeza y cambió el humor. Nadie imaginó que estaba hablando en serio.
-No es olor a cloaca, muchachos. Este es el olor de un cadáver.
Los empleados dejaron de reír. Entre la tensión del diálogo y los clientes pasajeros que, como Argañaraz, sólo entraban para comprar algo y no para develar quién poseía la virtud del olfato, alguien se acordó de los carteles en los árboles con la foto de una joven desaparecida. Días atrás, un par de personas habían pegado unos papeles con la imagen de una chica peruana, vista por última vez en la vereda del kiosco. La conexión fue inmediata. El teniente sonaba creíble y, junto a los empleados, salieron hacia la calle.
Dieron unos pasos hacia la puerta de doble hoja de madera. El olor a podrido estallaba las bisagras. Argañaraz volvió hacia el Ministerio y pidió la llave de la casona a la intendencia. El Archivo tenía dos pisos, un salón principal y una escalera. Lucía deshabitado y las luces del hall principal estaban prendidas. El teniente subió primero, y en la puerta de la cocina, bajo el zumbido de una nube de moscas, halló el cuerpo de una joven, boca abajo, desnuda y en avanzado estado de descomposición. Una cosa era imaginárselo y otra verlo y olerlo, a centímetros de distancia. Estaba con el corpiño puesto y un trapo anudado sobre el cuello: la habían estrangulado. Tiempo después se sabría que la mataron con su propia remera. En uno de los baños, a metros de la cocina, había una bombacha rosa. No había rastros del pantalón por ningún lado. Unas colillas de cigarrillos, arrojadas en el suelo entre las plumas de las palomas, parecían el único signo de una presencia humana alrededor del cadáver.
El Archivo estaba a punto de reabrirse al público, y había una gran expectativa entre los funcionarios. Durante casi un año, una tropa de albañiles, electricistas, pintores y herreros habían construido unas lujosas oficinas administrativas en la plata alta de la casona. El 7 de febrero se dio el cierre de obra y un pequeño inconveniente eléctrico, tras la instalación de los equipos de aire acondicionado, retrasó la inauguración. Desde la invasión de las palomas por los ventiluces del fondo, las oficinas, los baños y la cocina de la planta alta parecían un criadero de pájaros, con las plumas y las manchas blancas de los excrementos por todo el piso. La planta baja se utilizaba como depósito de construcción, no sólo del Archivo sino también de otras obras como Rentas, el edificio de la esquina, donde estaban arreglando unos baños. A la vuelta estaba la Lotería de la Provincia. Sobre la avenida 7 hay bancos, ministerios, facultades y cerca del Archivo está la plaza Italia, en una ciudad donde hay una plaza cada seis cuadras. Desde esa calle, todos los días, entraban por la puerta de doble hoja de madera decenas de personas, y muchas de ellas, llaves en mano, la abrían sin demasiados problemas.
Argañaraz fue uno más de ellos. El teniente bombero llamó a la policía; de pronto la ciudad fue otra, y el aire acumulado se fugó hacia la calle. Un cadáver en un edificio público era un suceso extraordinario. Una chica que pasaba por la vereda fue tomada como testigo, y a juzgar por el testimonio de la causa, es probable que haya sido la experiencia más traumática de su vida.
Más tarde, en la morgue, el cuerpo fue sometido a la rueda de identificación. La policía, que tenía la denuncia de desaparición hacía unos días y no había hecho los rastrillajes suficientes por la zona, convocó a los familiares. Se comprobó que el cuerpo había estado encerrado casi una semana. La cara estaba irreconocible: los seis días pasados a la intemperie, con más de treinta grados de calor, estropearon la carne y no era para menos, con ese sol del verano platense que parecía taladrar cementos y cráneos. Tenía un fuerte golpe en la cabeza, el pelo negro ensangrentado y las señales de una violación. Uno de los tatuajes estaba en el pecho, cerca del corazón; era el dibujo de una virgen semidesnuda bajo la palabra “virgo”. El otro estaba debajo de la nuca, un ideograma que significaba “Trabajo, Amor y Salud”. La madre de la joven, al borde del desmayo por el brutal desenlace, se negó a pasar. Los testigos que entraron, entre quienes estaban el novio y la suegra, vieron los tatuajes y no dudaron. Era Sandra Mercedes Ayala Gamboa.

Se busca niñera
La Plaza Italia está acostada sobre la avenida 7 y las diagonales que la cruzan crean uno de los puntos de tránsito más concurridos por los platenses. Es un festival de micros, locomotoras y taxis: a pocas cuadras se encuentra la estación de micros y, a unas tantas más, la de trenes. La plaza, durante los fines de semana, es la feria de los hippies y los artesanos. De noche es una zona mal iluminada, y por encima de las librerías, las pizzerías y los edificios públicos, nace otra vida. Bajo la penumbra, titilan las luces amarillas y rojas y un movimiento anónimo de cuerpos masculinos puebla incesantemente los prostíbulos, las mesas de pool y las agencias de acompañantes. El sexo y la droga se huelen en cada esquina: cumbias a todo volumen, bares con las persianas bajas, comida peruana y cerveza, banderas paraguayas, patrulleros estacionados y, de cuando en cuando, algunas trompadas, algún tiro.

Viernes 16 de febrero de 2007, 14.30, a unas cuadras de la plaza.

Un hombre delgado, morocho, cerca de treinta años y con una camisa manga corta a cuadros, preguntó en una verdulería si alguien conocía a una niñera. Su señora había dado a luz y necesitaba con urgencia que les cuidaran a sus otros hijos. Pagaba 10 pesos la hora. Minutos antes, Walter Silva De la Cruz, 38 años, peruano, había salido de la pensión de avenida 44 y 6. Era una residencia antigua, de aspecto lúgubre, un albergue céntrico y barato para migrantes. Walter entró al negocio y escuchó las palabras del hombre, le parecieron amables y educadas, y enseguida se acordó de Sandra, 21 años, también peruana, la novia de un amigo suyo llamado Augusto. La chica estaba buscando trabajo y vivía en el segundo piso de la pensión. Vilma, la suegra, era la dueña del edificio.
-Por favor señor, ella tiene que presentarse en media hora. No puedo esperar más. Hay otras personas interesadas- dijo el hombre delgado a Walter. Le anotó la dirección en un papelito y se fue hacia el lugar de la entrevista.
Walter llegó a la pensión y encontró a Sandra sentada en la escalera, pensativa, con las manos sobre las rodillas. Le comentó del trabajo y Sandra se interesó. Se puso un pantalón celeste y una musculosa, se hizo una colita en el pelo y salió hacia la entrevista, a unas cuatro cuadras de allí. Sandra llegó, pero no encontró a ningún hombre delgado y volvió a la pensión. Se encontró con Walter, que esta vez la acompañó. Llegaron hasta la avenida 7, entre 46 y 47, y también se perdieron, porque el papelito no tenía el número de la casa. Permanecieron quietos, pegados al Banco Columbia, de pie frente a un kiosco de revistas. Los últimos minutos de Sandra, a juzgar por las imágenes de una cámara de seguridad del banco, fueron los de una joven aburrida, con los brazos cruzados, la mirada distraída en la ciudad. Vestía unas sandalias blancas adornadas con perlas, era pecosa, circa 1,60 y tenía el pelo castaño hasta los hombros. Al lado suyo estaba Walter Silva. Nadie hubiera sospechado que quien aparecería por el costado izquierdo, un hombre bajo y cansino, con un cuaderno tipo espiral y lapicera en una mano, sería reconocido luego como el tipo que caminaba como la Pantera Rosa. Tampoco sabían que se llamaba Diego Cadícamo, un apellido con la melodía del tango.
Sandra, el vecino y el desconocido caminaron unos metros. El empleador detuvo la marcha frente a una puerta de doble hoja de madera, explicando que adentro haría la entrevista. Pidió si lo podían esperar entre 15 y 20 minutos, que tenía que ir a lo de una hermana a buscar a los hijos para presentárselos a Sandra. A los pocos minutos, Walter regresó a la pensión y ella quedó sola. Eran cerca de las 15.30. Nadie los vio entrar ni salir de la casona. Sandra desapareció completamente.
Augusto Jesús Díaz Minaya, 23 años, albañil, llegó a la pensión y preguntó por su novia. Leyó una notita que decía “amor, fui a ver un trabajo” y charló con Walter. A la tardecita, los dos fueron hacia la casona, golpearon la puerta, gritaron “Sandra”, “Sandra”, y unos vecinos los convencieron que no era una casa, que no vivía nadie, que se trataba de un lugar público. Los serenos del lugar los sacaron a los gritos. La policía tampoco los tomó en serio y desestimó el allanamiento. Al otro día, ambos hicieron la denuncia en la Comisaría 1ra. Desde Perú, a días de la desaparición, llegó Nelly, la madre de Sandra. Con Augusto y otros compatriotas colocaron carteles por la zona de Plaza Italia. Nelly fue al consulado y recibió un feroz maltrato: los empleados la humillaron porque era lenta y le costaba expresarse. La desaparición de Sandra Ayala Gamboa jamás fue un tema urgente ni importante para la cancillería de Perú. Pasó casi una semana. Nadie supo nada, nadie vio nada, nadie investigó nada.

La pesquisa
Es una mancha gigante sobre un papel. Tal como aparece, así de borroneada, no parecería ser el cuerpo de un posible asesino. El fiscal examina los bordes como un dibujante ante la obra más preciada.
-Tengo miedo que se mate. Es un tipo muy loco.
El póster, un ploteo de Diego Cadícamo a escala humana, estaba pegado con cinta en la pared de la fiscalía. Lo miraba de reojo todos los días para que el violador no se le borrara de la mente. Ahora el póster, enrollado, duerme dentro de un anaquel entre estantes divididos por nombres: “Ayala Gamboa”, “Serial” y “Barrabravas”.
-Sandra pudo haber sido mi hija. Me imaginaba la escena del crimen a cada rato. Cadícamo dándole un golpe anestésico para atontarla y Sandra haciéndole frente, luchando cuerpo a cuerpo. Era una piba con mucha vida. Sufrió mucho, pobrecita.
Diego Cadícamo, principal sospechoso del crimen de Ayala Gamboa, cayó a comienzos del 2010 en Apóstoles, un pueblo de Misiones. Hacía tres años que vivía en la casa de una hermana y un pariente le había dado trabajo en una empresa. Una tarde secuestró con una moto a una nena de 15 años. Se la llevó a un galpón, en la periferia, y la violó. En pleno acto, se escuchó el ruido de un motor. Alguien estaba acercándose. Preso de un ataque de furia, el violador intentó estrangularla y le pisó la cabeza con un borceguí. La chica se salvó con el arma del ingenio, fingiendo estar muerta en el último aliento de vida. Salió corriendo hacia la ruta, ahogada y desnuda. Una camioneta frenó, la auxilió y rápidamente se fueron a la comisaría. La lógica del pueblo chico, infierno grande, acabó con el arresto de Cadícamo: apenas la chica describió la moto y el físico del abusador, todos sabían de quién se trataba.
Los teléfonos sonaron en la Unidad Fiscal Nº4, y la información circuló entre los investigadores. Cartasegna armó un equipo con miembros de distintas fiscalías y ordenó el traslado del violador hacia La Plata. Era la pieza que completaba el rompecabezas.
No había pistas del violador desde que la fiscal Leila Aguilar había ordenado una extracción de ADN por una denuncia de violación a otra menor. Había sido el 28 de enero de 2007, en una obra en construcción, cerca de la calle 80 y 121. Era el barrio donde vivía Cadícamo. A la una de la tarde, bicicleta en mano, la amenazó con una pistola, la abusó y le dio cien pesos para que callara, pero la chica, vecina suya, lo reconoció meses más tarde en una carnicería y su madre llamó a la policía. Se lo detuvo y le extrajeron sangre. Cartasegna ordenó el cotejo de ADN de este caso con el de Misiones, con una colilla de cigarrillo en la escena de Sandra Ayala Gamboa y con los rastros de otras violaciones ocurridas en La Plata, entre 2005 y 2007. Se había armado la serie policial más escalofriante de los últimos tiempos. Era Diego Cadícamo.
El fiscal no se aguanta y larga la risa. Ríe como si estornudara, con un estrépito salido del pecho. Hay fotos de Cadícamo desparramadas por la mesa. En una de ellas, está haciendo “fuck you” a la cámara mientras sostiene un bebé. Luego aparece en una sesión de fotos, rapado, al lado de otros presos. Está sentado con las manos recogidas sobre las rodillas, un cigarrillo en la oreja, con ojotas, vaquero y una remera de la selección alemana, retraído, como si la directora de la escuela lo hubiera mandado a llamar y él fuera inocente. Flaco como un alfiler y encorvado, cuesta imaginar que, con su metro sesenta, haya alcanzado los pedales de la bicicleta todoterreno con la que solía pasear junto a sus víctimas. Es narigón, tiene los hombros caídos, las cejas de gallego, y parece una fiera extraviada, mansa en la quietud y peligrosa cuando vigila los movimientos de sus compañeros. Está encerrado en una celda de aislamiento en la Unidad 45 de máxima seguridad de Melchor Romero. Una cámara vigila sus movimientos. Pide a gritos por los hijos y una de sus últimas novias le lleva cosas. Antes de una rueda de reconocimiento, se pegó la cabeza contra los muros, sangró, y salió vendado para que no lo identificaran. No fue la única proeza: cuando tuvo las manos liberadas, se frotó incesantemente los ojos, provocándose una conjuntivitis que le deformó la cornea y alteró su mirada.
-¿Lo entrevistó muchas veces?
-Él me pide hablar. Habla mucho, llora, llora todo el tiempo. Una tarde entró a la fiscalía. Le di cigarrillos, bebidas y comida. Al rato, decía que le hice fumar para sacarle el ADN. ¡Lo tenía hace tiempo! Después me contaba que todo esto es una trampa que le hicieron unos familiares. Le dije que mentía, que tenía pruebas para acusarlo. No sabés la cara que puso. Nunca vi algo así. Te juro. El tipo estaba lo más débil, hablando bajito, llorando y de repente la cara se le transformó como un diablo. Salió de la oficina y saludó a las secretarias lo más bien. Ninguna mujer creyó que él era el violador serial.
-¿Se arrepintió de algo?
-No. Eh…no sé…digo con Ayala no, con los otros casos, no sé….
La Unidad Fiscal N 4 está en el fondo del Departamento Judicial de La Plata y es un laberinto de expedientes, pasillos angostos y secretarias que miran por encima de los anteojos. Fernando Cartasegna la comanda desde una oficina pequeña, donde falta el aire como en todo el espacio. Experto en abusos sexuales y los delitos de la trata, el fiscal dice que los violadores son hábiles y se perfeccionan: miran los noticieros para saber con qué tipo de pruebas cayeron otros. Cuenta el caso de Alberto Fabián Salas, “el violador de los edificios”. El tipo aparecía de golpe en los domicilios de sus víctimas, le daba un par de puñetazos y se las violaba. Pero antes de irse, las obligaba a bañarse frente suyo y a lavar su ropa.
El mundo de las víctimas tampoco es simple: a veces confunden, en el apuro por sacarse de encima el estigma de la violación, a sus verdaderos victimarios con otras personas. Pasó con Salas: un hombre fue mal acusado y un cotejo de ADN lo sacó de casi un año de cárcel. En todos los casos de Cadícamo hay semen y varios testigos. Menos uno: el de Ayala Gamboa. Se aguarda que una pericia científica certifique el abuso sexual por la posición en que se encontró el cuerpo. Lo que desvela a la fiscalía es el testimonio de Miguel Silva, el vecino que la acompañó a la entrevista. Único testigo, Silva es un tire y afloje: algunas feministas lo creen un “entregador”, los abogados de Nelly lo defienden, y la familia de Sandra lo rechaza. Silva se contradijo: pasó de reconocer a Cadícamo a dudar de él en un segundo reconocimiento. Pero hay quienes aseguran que es un tipo confiable, y en tal caso se quebró porque Nelly Gamboa le dio un cachetazo un día antes y condicionó su declaración. Uno ve la madre y se imagina a la hija, dice el fiscal.
-Usted no duda que fue Cadícamo, ¿pero qué pruebas tiene?
- Haré como el caso Miguel Bru. Tengo indicios contundentes. Es el patrón que utilizó con sus otras víctimas. Es su zona de violación y es un tipo que siempre tenía en mente el crimen. Además tengo cotejo de ADN en la colilla de cigarrillo y hay un cuasireconocimiento de un testigo.
-¿No había ADN de otras personas en la escena del crimen?
- Sí, pero el ADN de excepción es el de Cadícamo. No busquemos la quinta pata al gato. Pediré un castigo ejemplar y después veremos si hubo algún tipo de encubrimiento con el cuerpo. Apuesto al juicio. En el juicio, Silva tendrá enfrente a Cadícamo y no dudará. Y las pruebas serán abrumadoras.
Diego Cadícamo está con prisión preventiva desde febrero de 2010, a la espera de un juicio oral y público. La resolución judicial fue dictada por el juez de garantías César Melazo a pedido del fiscal, bajo los cargos de “robo calificado por el empleo de arma, abuso sexual con acceso carnal, coacción, robo simple, homicidio simple y abuso sexual con acceso carnal agravado por el empleo de arma”. Es uno de los casos más resonantes de los últimos tiempos, y la serie es un espejo donde la ciudad se mira con asombro: el violador actuaba de día, en un radio céntrico y a la vista de todos. Son nueve casos confirmados. La mayoría son chicas peruanas, y hay bolivianas y argentinas. Mujeres, muchas menores de edad, migrantes, desocupadas y pobres.

La cacería nunca acaba
Se cree que Diego Cadícamo, entre 2005 y 2010, tejió una red de abusos sexuales mucho mayor que los que tiene comprobados. Se imagina no sólo a las que agarró sino a las mujeres desconfiadas que no cayeron en su trampa, las que lo descubrieron y no se animaron a denunciarlo, las que violó y nunca dijeron nada. Es un tiempo inconmensurable: las horas que, en desesperante soledad, se pasaba en la calle, conociendo en detalle los lugares donde violaría, entrando y saliendo por puertas, locales, edificios, chocándose gente, parando a descansar en un banco de la plaza, pensando los rostros y luego yendo por los cuerpos menuditos que tanto le gustaban en una ciudad en la que habitan, además de jóvenes migrantes, mujeres de todo el país, altas, rubias, bajitas, morochas, gordas, flacas, las que trabajan y las que desean el tan añorado título universitario.
Siempre atacaba entre las nueve de la mañana y las cuatro de la tarde, la mayoría cerca de Plaza Italia y con diferentes modalidades. Las engañaba con entrevistas de trabajo pero también simulaba situaciones dramáticas. No era un cazador oculto. Más de una vez las sometía con armas blancas, a cara descubierta, y hasta robó. A veces actuaba solo, caminando, y otras en bicicleta, en una ciudad donde hay casi más bicicletas que autos. Casi todas sus víctimas se resistieron y él se ponía más agresivo: les apretaba el cuello, pegaba piñas, y las ataba con los cordones de las zapatillas, las tiras de las carteras o sogas.
A una piba de 20, empleada de una panadería, la agredió con un cuchillo del negocio y, en el inodoro del baño, pegándole piñas en la espalda, se la violó por atrás. Antes de irse con su bicicleta, robó cien pesos de la caja. No fue la única con la que usó un arma. A una menor la paró por la calle y le dijo que en su casa necesitaban una chica para las tareas de limpieza. Caminaron unas cuadras y llegaron a una obra en construcción. Allí la amenazó con un cuchillo de cocina y la abusó contra una pared descascarada.
Con el verso de la niñera capturó varias chicas. A una la citó en la puerta del complejo deportivo “La Cantera”, apoyó un arma en su cintura y la llevó hasta los baños, en el fondo del local. En el lugar, aparentemente, no había nadie. La ató con unos cables y en pocos minutos se la violó. A otra la convenció por la calle, se la llevó hasta una casa abandonada para entrevistarla, le tapó la boca con una media y después de abusarla, le sacó cien pesos de la cartera. Y, como con Ayala Gamboa, volvió a engañar a terceros. Paró a una piba por la calle pidiendo una niñera. La hermana de ella estaba buscando trabajo y la llamaron juntos desde un locutorio. A la media hora, se encontró a solas con la solicitante y fueron hasta el teatro La Hermandad del Princesa. Abrió la puerta de una sala, por la entrada principal, y en medio de la oscuridad se le tiró encima. La chica lo tomó de los pelos, gritó y él la acostó, se sentó en su vientre y le dio piñas en la panza. La penetró, esperó a que se cambiara y salió a la calle. En la puerta del teatro, tres personas conversaban animadamente. Habían estado allí cuando entraron, quince minutos antes, y aún seguían charlando, como si alrededor nada hubiera pasado.
Hay algunos casos, sin embargo, que se salen de la regla. Una vez fingió ser otra persona. Se hizo pasar por un amigo de la hermana de una piba y simuló un ataque de nervios para llamar su atención. Lo encontró desesperado en la puerta de un local y él le dijo que su hermana había tenido un accidente y estaba internada en una clínica. Dispuesto a acompañarla hasta el nosocomio, en realidad la llevó hasta un baldío, le puso el pene en la boca y luego la penetró por atrás. La piba se salvó de milagro. Si hubiera gritado con más fuerza cuando él dejó de taparle la boca, quizás estaríamos hablando de otro crimen.

La sangre brota
Ancón es un pueblo balneario de 30 mil habitantes, al norte de Lima. Poblado por pescadores, es famoso por los deportes acuáticos, las tumbas precolombinas y por ser la playa de los limeños acaudalados. En una de las esquinas rociadas por arena, un pibe tomaba unas cervezas con amigos. Se puso en pedo, y no supo que quien le gritaba como loca, avergonzada y con el cuerpo encima, era su hermana, una adolescente un año mayor que él. Entonces llegó un golpe seco, de esos que dejan un charco de sangre para que los amigos se burlen, entre incrédulos y nerviosos. Rony quedó con la mano en la nariz. Sandra le había roto el tabique de un cabezazo.
Rony ahora tiene 24 años, el pelo negro hasta los hombros, una gorra que ajusta la cabeza y la voz rasposa, acelerada, el timbre de un hombre adulto. Habla raro, como si tuviera un pequeño megáfono entre las cuerdas vocales. Los ojos achinados, los pómulos morados, las cejas gruesas: es igual a su hermana. Rony, en verdad, no se llama Rony: se llama Michael Felipe Ayala Gamboa. A Sandra le decíamos Daisy, dice Rony, con una boca de dientes enormes: los peruanos nos vivimos cambiando el nombre.
Son las dos de la tarde. Se sienta en un bar con las piernas abiertas, agitado, casi con la lengua afuera. No quiere pensar en el crimen aunque piensa: la mataron entre muchos. Dice que hay algo oscuro: no confía en el testimonio de Miguel Silva, a Augusto, el último novio, le tiene lástima y se ríe de la baja estatura de Diego Cadícamo. No le entra en la cabeza que un tipo tan flaquito y petiso hubiera podido estrangularla.
-Cadícamo no lo hizo solo. Lo vi en la cárcel una vez y casi me muero. Es un petiso que no vale nada. Mi hermana sabía pelear, chabón. Yo le enseñé a defenderse. Nosotros nos vivíamos golpeando y ella sí que pegaba fuerte, eh.
- Si no la mató Cadícamo, ¿quiénes mataron a Sandra?
- No sé, chabón. Creo que había ADN de otras personas en el edificio y el fiscal se hizo el pelotudo. No entiendo nada de la causa, pero hubo otras personas, estoy seguro. Hay un dicho que lo tengo bien claro. Acá en la tierra todo lo que hacemos, lo pagamos. Dios se nos lleva a las personas más buenas, y bueno, estamos acá por algo, ¿no?
Rony hace dos años que vive en La Plata y dice que está bien: la ciudad le gusta y conoce mucha gente. Rony no se vino sólo por Sandra: extrañaba mucho a la madre y fue la vía de escape de un desengaño amoroso. En el primer viaje a la Argentina, cuando todavía estaba de novio, se enteró que su chica lo había dejado por otro. Tengo miedo de enamorarme de nuevo, confiesa, y es difícil creerle: las chicas lo charlan y él les sonríe, les habla, las mira. Se sube la remera hasta los hombros. En el brazo izquierdo tiene un tatuaje con el nombre de su hermana. Lo acaricia. Se lo hizo después de que a ella “le pasó eso”.
-Sandra es una boluda. Yo le dije que no había necesidad de viajar a otro país. En Argentina no conocía a nadie, estaba solita. Era caprichosa. Se le ponía algo en la cabeza y hasta que no lo conseguía, no paraba.
Rony tenía 20 años. Era el 25 octubre del 2006 y un micro de la empresa Rápido estaba a punto de salir para Buenos Aires. Una chica bajita, coqueta, saludaba desde adentro. Era su hermana. La familia del novio le había dado todo lo que ella no hubiera podido conseguir por otros medios. El pasaje y el pasaporte, para cualquier migrante humilde, son un tesoro difícil de imaginar. Ella viajaba, según le juró a su madre, para estudiar medicina. Había rendido dos veces el examen de admisión en las universidades de Villareal y San Marcos sin haber alcanzado el límite de aprobación. El título de enfermera que ya poseía no era suficiente. Quería curar en serio, estar al frente de un consultorio, tener autoridad ante los pacientes. No hay como el guardapolvo blanco de un médico, les decía a todos.
-Quédese tranquila, mamita. Si me va bien, se vienen vos y Rony a vivir conmigo. Si me va mal, vuelvo.
El micro arrancó hacia la ruta. Tres días después, Sandra ya estaría en La Plata. De repente, Rony se desplomó y cayó de bruces al piso. Lo cachetearon. Era su primer desmayo.
-Una vida sufrida de trabajar y nada más. Siempre trabajar para tener algo. Nosotros a veces comíamos y a veces no comíamos. Vivíamos en un barrio con gente de plata, nos daba vergüenza. Yo vendía periódicos y Sandra trabajaba de enfermera, de cosmetóloga y vendía sandalias. Le encantaban los negocios. Mi mamá atendía una tiendita. Yo me la pasaba en la playa. Me portaba mal, mi hermana me lavaba la ropa y mi vieja renegaba.
El hermano de Sandra es un pibe tremendamente inquieto: los lunes hace teatro popular, los martes organiza una olla popular en la plaza San Martín, los miércoles y los jueves coordina los talleres de baile en el club Villa Argüello y los viernes tiene clases de murga. A Rony le encanta hablar de los “tallercitos”: de sus clases de hip-hop y danzas típicas del altiplano a chicos de entre 8 y 12 años. Le cansa la militancia pero trabaja en una cooperativa del Frente Darío Santillán con una remera que dice “Yo trabajo sin patrón” y en ocasiones recorre los barrios como un político, hablándole a la gente sobre la historia del Frente. A mediados del año pasado, fue a un cumpleaños de un amigo en una casa de Berisso. La fiesta terminó y Rony tomó un remisse junto a una compañera travesti. Al rato, el remisero llamó a la policía: en unos minutos un móvil los sacó del coche y los detuvo. Rony fue liberado y la chica quedó demorada por averiguación de antecedentes. Días después, la trampa se hizo pública. La averiguación nunca existió: había sido violada por un par de oficiales.
Son las tres de la tarde, es un domingo nublado y hay gente alrededor de un colegio privado. Unos pibes pintan un mural y hacen una radio abierta sobre la última dictadura militar. Rony fue a coordinar un taller de murga. En un momento, apareció Rosa Bru y dijo que un pibe de gorrita y morocho, para la policía, es sinónimo de delincuente. Rony rió bajito. Estoy al horno, dijo, y confesó al oído que está un poco incómodo, que se quiere ir, que es un colegio de gente de plata: un colegio de caretas. La cara cambió cuando dos pibes tomaron el micrófono y se pusieron a rapear. Les hacía coros, los aplaudía.
Rapear es como liberar algo del cuerpo.
Rony se vuelve para Perú: la culpa es de la playa. En La Plata se siente activo, respetado, pero sin el mar la vida es aburrida. Nada le puede dar lo que siente tambaleándose sobre una tabla, desafiando la rompiente de las olas.
-Me gusta el peligro, tengo ganas de surfear. Una vez me choqué con un lobo marino
-¿Cómo?
-Pasé la franja permitida para nadar y de repente escuché el sonido de una bestia. Salió de las profundidades. Tenía unos bigotes enormes, era gigante. Los dientes, je, ni te cuento, chabón.
-¿Y qué hiciste?
-Me quedé quieto, duro como una tabla. Fue un minuto. No pasó nada. A esos animales si no les hacés nada, son mansos. Si te movés o los provocás, te morfan.
- ¿En La Plata no tuviste ese tipo de aventuras?
- No tantas. Es una ciudad linda, pero hay tipos malditos, eso no me gusta. Si yo hubiera estado antes, a mi hermana no le pasaba nada. Y si a mi vieja le llegan a faltar el respeto nomás, me vuelvo loco. Si la tocan a mi vieja, yo mato chabón. Mato, eh.

Tres tristes tigres
La madre de Sandra Ayala Gamboa es una señora menudita, pecosa, seria. Tiene cuarenta y pico, y llora mucho. Habla muy bajito, al borde del balbuceo. La Plata es una ciudad lluviosa. El barrio de Berisso donde vive, un vecindario de tierra que se recorta sobre los tanques de una empresa petroquímica, se convierte en un pantano. Un día resbaló y se rompió la rodilla. Nelly no tiene un trabajo estable y apenas se relaciona con los vecinos.
Hay dos Sandras en su cabeza. Una, la que ella conoció bien: la joven estudiosa, inteligente, simpática, la que, desde chiquita, se volvía loca cuando miraba a las doctoras. La otra, a la que cuesta imaginar, es la que se vino a la Argentina. La joven impulsiva, desapegada. Casi una extraña.
Nelly habla de Martín, el novio que Sandra tuvo antes de conocer a Augusto. La historia fue así. Martín y Sandra se conocieron en el cumple de quince de ella y salían hacía cinco años. Pero todo cambió cuando Martín, por mandato de su padre militar, entró al ejército. Martín se fue a un cuartel en Moquewa, un sitio lejísimos de Ancón. Se separaron: durante varios meses apenas si se hablaron por teléfono. En Moquewa vivía la madre de él y los fines de semana, como todo cadete, Martín aprovechaba los francos y salía a los boliches de la zona. En uno de esos días, Martín fue a tomarse un trago con un amigo. Estuvo unas horas en un bar y se le perdió el rastro. Lo que nadie hubiera pensado era que su novia, poco tiempo después, sería presa del mismo destino fatal. Nunca más se supo de él: estuvo desaparecido unos días hasta que un lugareño encontró su cuerpo cerca de un cerro. Lo habían asesinado salvajemente, a golpes. Era abril del 2006. Sandra se enteró y cayó en un pozo depresivo. Estuvo unos meses encerrada. Rony y Nelly no sabían qué hacer. A veces, somnolienta, respondía a los golpecitos en el vidrio de su cuarto, para que nadie se asustara. Sólo el estudio la conectaba con otro mundo: le quedaban pocas materias para recibirse de enfermera profesional.
Tras varias semanas, entre amigas y familiares la convencieron para que se pusiera linda y saliera a bailar. Fue con una amiga. Eran los primeros días de agosto y hacía mucho frío. El invierno, en la zona de Lima, dura hasta mediados de septiembre. Un 17 de ese mes, en 1985, nacía la chica que esa misma noche conocería el novio con el que dos meses más tarde viajaría a otro país. El chico, de nombre Augusto, era flaquito, ojos saltones y tenía unos años mayor que ella. Tenía mala fama y Rony, cuando se enteró, lo quiso cagar a trompadas y dejó de hablarle a su hermana por un tiempo. Augusto, en realidad, no vivía en Perú. Residía en Argentina y debía regresar en poco tiempo. Lo esperaban la madre, los hermanos y un trabajo de albañil. Ella se ilusionó: sabía que en ese país se podía estudiar gratis.
Sandra los reunió en un restaurant y les dijo que se iba. Así de simple. La chica que escuchaba Thalía y cocinaba arroz con pollo, la que hacía abdominales frente a todos, la de los cosméticos y los espejitos, esa misma, de golpe se inventaba otro destino en un país desconocido, sin trabajo a la vista y con un novio que apenas conocía. Hubo algo raro antes de la partida. Hubo algo raro en el crimen. Eso es la cabeza de Nelly: un río revuelto de sospechas. Habla de encubridores, de cómplices, de “los asesinos de mi hija”. Quizás por esa razón cambió de abogados más de una vez: la pista del violador serial que manejaron todos sus defensores nunca le cerró.
Tiene bolsas. Nelly siempre lleva alguna bolsa grande en una de las manos. Dice que cuando llegó a La Plata para buscar a su hija, la pensión se mostró hostil y que Miguel Silva la amenazó de muerte. Con los familiares de Augusto ni se habla. Nelly es una mujer triste, cansada y a la vez tiene un carácter duro, difícil de tratar, capaz de increpar a aliados y enemigos con tal de pensar que nadie le da atención por la muerte de su hija.
-Tengo muchas dudas. A mi hija le sacaron el documento y le robaron la plata que le mandé para que regresara a Perú, por eso salió a buscar un trabajo. En la pensión sufría maltratos. El pantalón de ella apareció hace poco en un tacho de basura cerca de Rentas.
-¿Cómo fue eso?
-Cuando encontraron a mi hija, estaba toda la ropa menos el pantalón. Y ahora lo encontró un hombre en la vereda del edificio. Estaba enrollado entre los residuos. Me parece muy misterioso todo eso, pero a los investigadores parece que no les llama la atención nada.
-¿Apoya la investigación del fiscal?
-El fiscal quiere cerrar la causa rápido, encerrar al violador y que el edificio vuelva a abrir las puertas. ¿De quiénes son los otros ADN que se encontraron en el lugar? Si no se investiga eso, yo pienso que el violador no actuó solo, que alguien lo ayudó a matar a mi hija.
-Pero su abogado también piensa que fue Cadícamo…
-Sí, ya sé, pero hay algo raro…
Los abogados de Nelly, Ernesto Martín y Pablo Oleaga, ponen la lupa en la llave de la casona. Creen que fue Cadícamo quien mató a Sandra, pero quieren saber si trabajaba en la obra del Archivo y develar cómo consiguió entrar con ella en una hora donde supuestamente no había nadie. La trama ocupa una buena parte de la causa. La obra finalizó el 7 de febrero. Entre el 14 y el 15, hubo un problema eléctrico en una de las fases. El 17 de febrero, un día después del crimen, el arquitecto Alberto Lucio Castillo y el maestro mayor de obras Luis Batteria ingresaron hasta planta alta y comprobaron el problema eléctrico. Battería fue hasta los baños y vio una bombacha sucia. Estos albañiles se la pasan de joda, le dijo a su compañero. El 18 de febrero el electricista Luis Vega entró a la casona y constató que el problema eléctrico venía de afuera, de la conexión de Edelap. Battería, Castillo y Vega, aparentemente no se cruzaron nunca. El 21 febrero, el técnico Horacio Alfonsin entró con un herrero a resolver un problema con los aires acondicionados. Fue por la planta baja hasta un patio interno, y desde allí vio un revuelo de moscas en el piso de arriba. Le ganó la curiosidad e intentó subir por las escaleras, pero un olor a podrido lo volteó y se retiró de la casona. Lo comunicó a un empleado de intendencia, al otro día fueron juntos a la puerta y extrañamente no olieron nada. Lo que sospechan los abogados es que alguno de estos hombres vio el cuerpo y miró hacia el costado. Esa sería la hipótesis del encubrimiento, agravada por tratarse de un edificio del estado.
Cuando sonríe, el rostro de Nelly, invadido por ojeras, saca el mejor brillo. Porque, detrás de su malestar cotidiano, hay una mujer muy joven, aguerrida, atractiva. Los dolores de cabeza y estómagos le son frecuentes: dos por tres se come las colas de los hospitales y deambula por consultorios públicos. De la cartera saca un pequeño álbum de fotos. Aparece Sandra, chiquitita entre hombres, aplicando una vacuna a un paciente en el día de graduación, con el diploma de enfermera en la mano. La cara redonda, el rostro simpático y el guardapolvo blanco, infaltable, pegado al cuerpo. Era uno de los doce que tenía: a cada manchón o pequeña rajadura, se compraba uno nuevo. Sandra vendiendo ropa en una feria. Sandra soplando las velitas en un cumpleaños. Y Nelly a su lado, aplaudiendo.
La tuvo a Sandra a los 17 y tres años después se separaría del marido. Un tema la relación con él: estuvieron años sin hablarse y apenas si se veían por intermedio de los hijos. Desde el crimen, todo cambió: volvieron a tratarse y ahora hablan seguido por teléfono. Su ex marido nunca viajó a La Plata. Dicen que el dolor lo apagó, le quitó fuerzas para vivir: tenía locura por su hija, con la que, a diferencia de Rony, los unía una excelente relación. Los restos de Sandra están en Cantogrande, su pueblo. Él se hizo cargo de los gastos del cementerio. Los vecinos que lo conocen afirman que es capaz de quedarse todo un día sentado en un banco cerca del féretro, cruzado de piernas y en silencio.
Sandra, desde pequeña, era una apasionada del conocimiento. Nelly recuerda el día que le compró un abecedario, en los años del jardín, y juntas anotaban las vocales y las consonantes para luego cantarlas. Entró antes que los demás a primer grado y terminó la secundaria a los quince con las mejores notas. Fue una enfermera precoz. Curaba a los vecinos, y cuando Nelly o Ronnie caían en cama por alguna gripe, allí estaba Sandra con los pañuelitos mojados, lista para bajar la fiebre colocándolos en la frente, de a uno por vez. Le gustaba tratar a los niños y a los abuelitos, como los llamaba. Ya estudiando enfermería, con una beca conseguida después de que el instituto la rechazara por ser menor y por su baja de estatura, pensaba fundar algún día un consultorio dedicado a ellos. El día del niño los peinaba, le regalaba cosas y Nelly se enojaba porque la plata en la casa no sobraba.
El dinero es un factor complejo. En la causa, Nelly dice que le mandaba entre 100 y 200 dólares por mes a su hija y que, la semana previa del crimen, le envío 200 dólares para que Sandra regresara. Había unos parientes en Retiro. Sandra, por teléfono, contó que el 14 de febrero, tres días antes de morir, se iría para allá. Los parientes luego declararon: habíamos quedado para encontrarnos el sábado 18 en la terminal de Retiro, pero ella no fue. Ni esos familiares, a los que nunca llegó a tratar, ni ninguna otra persona sabían que la tarde del día anterior Sandra se había extraviado del mundo tras una entrevista de trabajo.
Los tres tristes tigres. Era el nombre del trío: la madre y los dos hijos. Una suerte de alianza que Sandra quebraba a cada rato: se la pasaba fuera de casa, entre los vecinos, trabajando como enfermera en una clínica privada, haciendo negocios. Hubo un momento en que el mundo se la arrancó de cuajo. Fue cuando Sandra empezó a ir como voluntaria a La Posta, el nombre que tienen las salitas de salud en Perú. Los médicos la venían a buscar con la ambulancia y cuando veía la luz de la sirena, Nelly se ponía nerviosa y salía a la calle. Quería discutir con ellos, no se podía controlar.
-¿Qué les decía?
- Rogaba que la trataran bien, que no la dejaran venirse sola a casa. Sandra miraba hacia otro lado, le daba vergüenza. Soy grande, decía. Ay mamá, cuando uno sabe uno tiene que ayudar, no sea mezquina, voy y ahora vuelvo. Eso me decía.

La Pantera Rosa
Son las once del mediodía. La voz gruesa, de locutor, se amplifica entre las mesas. Miguel Maldonado levanta la mano y pide un cortado. Las mozas, rubias y jóvenes, le sonríen. El hombre que alguna vez se candidateó como senador provincial por el “lavagnismo peronista” es el perito forense y psiquiátrico del caso de Ayala Gamboa. Es un hombre apurado: el reloj enorme que asoma sobre la muñeca derecha canta tic tac, tic tac, y él no puede dejar de mirarlo.
-¿Qué tipo de violador es Cadícamo?
-Cadícamo es muy primitivo: un violador de manual. Un mismo modus operandi y un patrón de conducta que se explica por su cuento de la búsqueda de una niñera para que cuide a las hijas. A algunas víctimas las montaba en bici y las llevaba hasta el lugar en el que se las violaba. El perfil de víctima es clarísimo: chicas con rasgos que son propios del altiplano, morochitas, pelo lacio, bajitas.
-En casi todos los casos, violó y dejó ir a las mujeres. ¿Qué pasó con Sandra?
- Cuando participé en la autopsia, nos quedaron algunas dudas si había sido violada, porque el cuerpo estaba en avanzado estado de putrefacción. Pasaron muchos días, y a veces se desdibujan los signos que en un cadáver reciente, de 24 ó 48 horas, son más fáciles de identificar. A Sandra la mató porque ella se resistió tenazmente. Era un tipo brutal, violento en extremo cuando no podía dominar a su víctima.
El psiquiatra saluda a todo el mundo. El bar es un panteón griego y lo pueblan abogados, fiscales, contadores y políticos. Todos saben quién es Maldonado. La pelada, las arrugas en la frente, la mirada grave, el pelo blanco. Un médico legista que escribe una columna semanal en un diario platense, dicta conferencias sobre delitos sexuales, y es titular de una cátedra en la facultad de Medicina. Sandra se resistió tenazmente. Las palabras se repiten, como un eco. Hay carne en sus uñas: es la propia carne de ella, que peleó para que no le sacaran la remera y la estrangularan.
-¿Qué tipo de pena pediría para Cadícamo?
- Debería dársele la perpetua, en un instituto especial, con severísimas normas disciplinarias y trabajo obligatorio. Es la única forma de canalizar la pulsión que tiene por la violencia. Este tipo se las violaba directamente por el ano, es un ser sumamente agresivo. Cadícamo ya hizo un par de parodias, él se declara inocente y dice que todo es una trampa que le está haciendo un hermano. Los violadores como él tienen desórdenes de personalidad, no son enfermos mentales, y por ahora son individuos de nula reinserción social. No sirve que le den diez o veinte años, lamentablemente no se pueden mejorar porque además, en las cárceles, no hay tratamiento adecuado para ellos. Son irrecuperables.
Nacido en la provincia de Buenos Aires y criado en Misiones, con un corte en la cabeza que algunos creen fruto de un hachazo de su madre al grito de “vas a ser mujeriego como tu padre”, Cadícamo, de 33 años, maestro mayor de obras y un cuerpo tan diminuto como infantil, tiene alrededor de cinco hijos aunque se calcula que por sus relaciones ocasionales tendría un par más. Camina como la Pantera Rosa. Eso dijeron la mayoría de sus víctimas cuando debieron resaltar algún rasgo físico. No era casual: si algo compartieron con él, más que el tiempo de los abusos, fueron los largos recorridos hasta los sitios de violación.
Cadícamo llevaba una vida desordenada. Había tenido un par de novias y casi todas ellas hablaban de él con desprecio: era un tipo de poco esfuerzo, habituado a pasar el día tirado en el sillón, haciendo zapping y fumando un cigarrillo tras otro. Algunas lo veían como un niño deprimido, tan refugiado en su propio vacío, que salía por alguna diversión para después retornar a la rutina de la dejadez. Otras pensaban que era un tipo raro, incluso astuto, y más de una vez lo habían descubierto en la oscuridad, ofreciendo a ciertas personas los manojos de llaves de obras en construcción.
El perito está contento. No se captura a un violador serial todos los días: de cada cuatro casos de violación sólo se denuncia uno y los equipos de investigación criminal no están capacitados para estudiar la psicología de los violadores. Hay pistas en el camino y están las huellas: el área geográfica en la que se mueven y los modus operandi que utilizan. Maldonado dice que nuestro país no tiene la logística para establecer una vigilancia sobre los acosadores. Cadícamo se movía en su área de confort, en especial las obras en construcción y los edificios abandonados. Como él, hay montones, sueltos y anónimos. Hay que caminar con cuidado: nuestra ciudad es peligrosa, dice.
A plena luz del día, despreocupado, Miguel Maldonado sale hacia la calle, la mirada en el reloj, los dedos en el celular. Entre el hormigueo de gente, donde miles de ojos nunca se chocan, es una sombra más que se pierde en el murmullo de la ciudad.

Todas somos Sandra
Dos mujeres se abrazan en la entrada de un bar y cuando parecieran despedirse, giran, abren la puerta y entran sonriendo. Primero Nelly y después una mujer canosa, cuarentona, de rasgos andinos. Nadie la había citado y sin embargo se sienta, cruza las piernas y estira la mano.
- Soy Isabel Burgos, soy psicóloga, soy feminista - dice, con una sonrisa de lado, la boca ancha, las manos curtidas.
Es la coordinadora de la Asamblea por Sandra, un espacio que ganó fuerza en las primeras marchas aunque con los años se desgastó, muchas se fueron, otras se pelearon y hoy está en terapia intensiva, aunque Isabel sigue firme con el caso: la acaban de designar perita de parte de Cadícamo y la emoción brota de sus ojos cansados. Hay una escena, dice, que lo explica todo. En una de las pericias psicológicas, el violador recordó su infancia y narró los días de pesca en Misiones. Habló de pesca pero también de caza. Cazaba helicópteros y mariposas con una red. A ninguno de los bichos los mataba. Pero a las libélulas las ataba con un hilo, en fila, usándolas luego como carnada. Cadícamo les decía eso a sus novias, en La Plata, cuando salía por las tardes y regresaba a cualquier hora: que se iba de pesca.
-El perito Maldonado cree que Cadícamo tiene desórdenes de personalidad pero no estoy de acuerdo. Más bien, tiene una personalidad dominante, perversa, y si bien es un fabulador extraordinario y se crea ficciones todo el tiempo, creemos que tiene intacto el principio de realidad y es totalmente consciente de lo que hizo.
Isabel se está por mudar de casa y esboza una mueca de nostalgia: perdió a su gato, que salió un día y no volvió más. Se acomoda el pelo, abre los ojos y convida un mate. Ando a mil, dice. Chilena, divorciada, madre de dos hijos, se dedica a trabajar con las mujeres víctimas de violencia. Una noche, el ex marido de una de ellas la estaba esperando al pie de un árbol, en la vereda de su casa. Isabel le pegó un grito, amenazándolo con que iba a llamar a la policía, y el tipo se escapó corriendo.
-Estoy acostumbrada a que pasen esas cosas. A esos tipos hay que asustarlos un poco y se dejan de hacer los machitos. El problema es que a las mujeres golpeadas hay que acompañarlas a todos lados, porque nadie les da pelota. Son muy vulnerables, presas fáciles de cualquier agresión.
-¿Qué creés que pasó con Sandra?
-Un femicidio. Creo que Diego Cadícamo la violó pero que hubo otras personas en la escena del crimen. Él no la mató solo. Está la policía, está la gente del ministerio. No existe un único culpable. Hay responsabilidades políticas y una trama de complicidad encubierta.
-¿Y quiénes fueron, entonces?
-Estoy convencida que detrás del crimen de Sandra hay una mafia. Hay muchos puntos oscuros.
La feminista dice que la causa “se empiojó”: en los tres años que estuvo en manos del fiscal Morán, engordando en doce cuerpos, se llegó a pensar en hipótesis casi disparatadas, desde una asfixia por “juego sexual” hasta un posible caso de trata de personas. En el medio, se investigó a un montón de gente, entre las que estaba Cadícamo. Hay distintas versiones sobre el cambio de fiscalía. Unos dicen que el cambio fue impulsado por los abogados de Nelly Gamboa porque corría riesgo de ser archivada. Otros aseguran que el traspaso fue en unas vacaciones de Morán. Burgos apoya a Cartasegna pero se pregunta por las huellas encontradas en la cercanía del cuerpo. Y agrega otras cosas. Dice que, según una ex mujer, Cadícamo tiene mucha plata en una cuenta bancaria. Está la empresa Surcos, donde supuestamente trabajó, asociada a los fertilizantes químicos, al negocio oscuro de la soja y a los cabarets pueblerinos. Hay un accidente y un crimen ocurridos meses después del crimen. El accidente: el de un abogado de derechos humanos relacionado a la investigación. El crimen: el de un representante de una banda legendaria de música peruana que apareció nombrado en la causa como un viejo conocedor de la pensión en la que vivía Sandra.
Los ventanales están abiertos de par en par: son tan amplios que cualquier persona podría dar un salto y chocarse con un sillón, una biblioteca con libros de psicología y los juguetes de los niños. Isabel pone música clásica en la computadora y se disculpa: los parlantes son malos y la melodía suena distorsionada. Es una rutina: llega del trabajo, la casa es un caos, y la sinfónica acompaña la danza del cigarrillo, uno tras otro. Isabel sigue con los puntos oscuros. Hay viejas militantes feministas que me aconsejan que no siga investigando más. Tengo miedo por mi familia, dice. Humo, humo, y la cabeza hundida entre los hombros.
-¿Creés que el violador entró así nomás a un edificio estatal, subió a un primer piso con Sandra sin que a nadie le llamara la atención, se la violó, luego la mató y salió por la puerta como si no hubiera pasado nada? ¡Es un edificio público!! Por favor, por favor…
Isabel apunta a la pensión. Augusto declaró en la causa: “Sandra no iba sola a ninguna lado”. Hubo varios episodios de violencia. Un mes antes de su muerte, Sandra estuvo en la Comisaría 1ma denunciando que la suegra, la cuñada y el novio la agredían tanto física como verbalmente. Que la hacían trabajar en un geriátrico por poco dinero y ella iba con desgano. El 3 de febrero, la oficial Lorena Calderón fue a la pensión y vio una pelea familiar. Sandra le dijo que se había peleado con el novio porque estaba borracho y la familia, defendiéndolo, la atacó. Calderón describió a Sandra: “se la veía desesperada por irse de ahí”. El 10 de febrero, la oficial Cecilia Pinha estaba en una rutina de vigilancia cuando vio a una pareja discutiendo en la puerta de la pensión. Eran Sandra y Augusto. Una vez más, Sandra dijo que el novio la tenía cansada por sus borracheras y agregó dos cosas más. Primero, que en la pensión le habían quitado su documento. Segundo, que tenía pensado volver a Perú el 22 de febrero. O sea: cinco días después que la mataran.
- Ahora se quiere apurar la causa para poder reabrir el edificio público, cuando, para nosotras, es un símbolo de los femicidios que hay en la ciudad. Quieren destruir la intervención cultural y política que representa la fachada. ¿No es raro?
Arriba, abajo, encima del archivo de Economía (hoy propiedad de Rentas), hay carteles, flores, cartas y velas. La pared está completamente pintada de rojo. El rostro de Sandra, gigante, ocupa el centro. La casona, cerrada desde el crimen, luce abandonada, hay un balcón roído por la humedad y tres ventanales cerrados. A lo largo de toda la cuadra, una serie de graffitis, stencils y banderas, rezan Todas somos Sandra. ARBA=femicidio. Nosotras no nos callamos. Casa Sandra Ayala Gamboa. Basta de impunidad, ni un femicidio más. Es justo para todos. SARBA: Sandra repudia al gobierno de la provincia de Buenos Aires. Abren edificios, encubren responsables, cierran causas.

Una joven desaparece como por arte de magia y aparece muerta en un edificio público. El crimen de Ayala Gamboa, por su carácter emblemático, golpeó algunas conciencias. La cara de Sandra, incrustada en las paredes céntricas, es un signo incómodo. Es una imagen que manifiesta una realidad: las mujeres de clase baja, pese a ser mayoría, siguen siendo pisoteadas. Porque, detrás de los enigmas del caso, hay un telón de fondo que el violador serial destapó como una olla a presión. La ciudad se sirve de los pobres cuando los necesita y rápidamente los discrimina, los expulsa. Son migrantes y pobladores de la periferia que no la tienen fácil y deben hacer enormes sacrificios para vivir. Son mujeres que están expuestas a cualquier tipo de abuso. No son las que tienen el respaldo de una familia ni de ninguna institución. No son las que cuentan con un destino asegurado ni una estabilidad afectiva. Son las que, si alguna vez acceden a la universidad, deben abandonar por la carga de más de diez horas de trabajo diario. Son las que, como Sandra y como tantas otras, sueñan con una ilusión hecha de barro, las que luchan con hijos a cuestas después de la fuga de los maridos, las que se desesperan por una paga de diez pesos por hora. Las que son tratadas como carne de cañón, las que esperan que sus casos no se archiven en la justicia y así decir ¡hola! Me llamo fulana de tal y también quiero estudiar, trabajar, comer, divertirme y disfrutar de la vida como usted señor, como usted señora.
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